
Gustavo Melo Barrera
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Cada cuatro años, Colombia se pone su mejor cara de penitente y sale a buscar al Mesías Político. No importa cuántas veces nos haya fallado el milagro: el país se arrodilla, prende velas, y espera que esta vez sí aparezca el ungido que nos salve del caos, la corrupción y el reguetón institucional. Spoiler: no va a pasar.
Pero para 2026, ya empezó la procesión. Los candidatos se alinean como santos de yeso en feria parroquial, cada uno con su promesa milagrosa y su sonrisa de Photoshop. Y el pueblo, como siempre, se debate entre el “nuevo”, el “menos peor” y el “este ya nos jodió, pero capaz nos jode con estilo”.
Porque en Colombia la política no evoluciona: se recicla. Como las bolsas plásticas, pero con más cinismo.
La resurrección según San Gerlein
La Semana Santa electoral ya tiene sus resucitados. Los clanes eternos —Gerlein, Char, Gnecco, Vargas Lleras, Uribe y demás apóstoles del clientelismo— vuelven con sus candidatos perfumados y brochazos de “renovación”. Son como zombis con traje: muertos políticamente, pero con ganas de morder otra vez.
Y llegan con frases que deberían estar en vitrales:
– “Yo fui parte del pasado, pero ahora represento el futuro.”
– “Estoy indignado con la corrupción, por eso quiero volver al poder.”
Es un milagro logístico: entran por la puerta trasera, salen por la ventana del Congreso y el público aplaude como si no los hubiera visto robar antes.
La izquierda: ya tenemos candidato, ahora falta que nos crean
Esta vez la izquierda no llega como grupo de WhatsApp sin administrador. Ya tiene candidato, votos, músculo y más confianza que un coach de Instagram. Se sienten listos para gobernar, para polarizar, y para repetir que “esta vez sí”.
Sus estrategas dicen que no empiezan de cero, sino desde “la base sólida de las urnas”. Traducción: “tenemos likes, tenemos reels, y tenemos más fe que una iglesia evangélica con WiFi”.
La oposición viajera: excursión a Washington con selfie incluida
Mientras tanto, un grupo de opositores decidió que lo mejor para Colombia era irse de paseo a Washington. No por turismo —aunque las fotos frente al Capitolio parecían sacadas de un paseo de colegio privado— sino para pedirle a los republicanos gringos que nos salven de Petro.
La reunión fue tan diplomática como un regaño de tía:
—“Hola, venimos a decirles que todo está terrible y que por favor nos ayuden a salvar la democracia… apoyándonos a nosotros.”
Regresaron con menos dignidad que un influencer cancelado. Querían respaldo internacional y volvieron con una foto pixelada y una cachetada a la imagen nacional. Parecían adolescentes rogando por likes en el club de enemigos de Petro.
Para el petrismo, fue prueba de que existe una “antipatria viajera”. Para la oposición, fue contenido para redes. Para el resto del país, fue otro episodio del reality político donde todo parece escrito por guionistas de comedia barata.
La derecha local: todos contra todos, pero con corbata
Los que se quedaron en Colombia viven una telenovela familiar: todos quieren liderar la derecha, pero nadie quiere verse al lado del otro. Es como una herencia maldita: todos pelean por el testamento, pero nadie quiere el retrato del abuelo uribista.
– Unos quieren “recuperar el orden”.
– Otros sueñan con “los tiempos buenos”.
– Otros se autoproclaman “nuevo liderazgo moral”.
– Y algunos solo quieren esconder al tío incómodo que todavía cree que Álvaro Uribe es un holograma de la patria.
El candidato que logre unir ese zoológico merece el Nobel de Física. O al menos una beca para terapia grupal.
El centro: buscando relevancia con linterna y fe
Y ahí está el centro. Ese adolescente político que no sabe si rebelarse, estudiar o irse de intercambio. Su estrategia es “ser distintos”, aunque nadie sabe a qué ni cómo.
Organizan foros, manifiestos, acuerdos, consultas, lanzamientos y relanzamientos. Todo para terminar diciendo: “No conectamos con la gente porque la gente no nos entendió.” Traducción: “Nos creemos intelectuales, pero no sabemos usar memes.”
El ciudadano: protagonista involuntario del remake eterno
El pueblo colombiano, paciente como santo en procesión, vuelve a ver el mismo capítulo con distinto maquillaje. Cada elección empieza con esperanza:
—“Ahora sí vamos a cambiar.”
Y termina con resignación:
—“Bueno, al menos no fue tan malo como el otro.”
Es como ver “Pasión de Gavilanes” por quinta vez, pero con más escándalos y menos caballos.
Las promesas: el teatro más repetido del país
Todos prometen lo mismo:
– Luchar contra la corrupción.
– Mejorar la seguridad.
– Crear empleo.
– Proteger a los jóvenes.
– Cuidar el campo.
– Y “trabajar sin descanso por Colombia”.
Si fueran sinceros, dirían:
—“Mi propósito es negociar burocracia, sobrevivir la primera crisis y llegar a segunda vuelta sin llorar.”
Pero no. Aquí las campañas son tan honestas como un testigo de Odebrecht con amnesia selectiva.
Los verdaderos competidores: TikTok, memes y algoritmos
Hoy el candidato no compite con otros candidatos: compite con el algoritmo. Si no baila, no gana. Si no hace lives, no existe. Si no se vuelve meme, no conecta.
El político tradicional cree que los votos salen de reuniones en clubes sociales. Mientras tanto, los jóvenes votan por quien les hizo reír un domingo a las tres de la tarde.
Si Gaitán viviera, tendría que abrir un canal en Twitch y hacer duetos con influencers.
Conclusión: Colombia no necesita un mesías, necesita memoria
Mientras llega el 2026, desfilarán candidatos con sonrisa de porcelana, discursos escritos por ChatGPT clandestino y slogans que juran que esta vez sí, “ahora sí”, “Colombia va a cambiar”.
La pregunta real es: ¿seguiremos buscando un mesías… o empezaremos a exigir ciudadanos?
Pero tranquilos: falta un año. Todavía hay tiempo para cinco escándalos, tres renuncias, dos alianzas vergonzosas y un candidato sorpresa que promete “sentido común”, como si eso no fuera precisamente lo que siempre falta.
Mientras tanto, la política colombiana sigue igual: un déjà vu con banda sonora de reguetón electoral y olor a fritanga de plaza. Porque aquí los milagros solo existen en campaña… y duran menos que un reel viral.


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