
Juan Carlos Silva
Magíster en Lingüística y Economista UPTC
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En Colombia se escribe con sangre. Con saña. No es metáfora ni hipérbole literaria: la violencia opera aquí como forma de comunicación. Cada asesinato es una frase; cada masacre, un párrafo; cada atentado, un manifiesto. Pero, como todo mensaje, incluso aquel trazado con plasma humano queda expuesto al viejo problema semiótico: la interpretación. La polisemia, diría Umberto Eco. O, dicho en clave más criolla: cada quien entiende lo que quiere entender.
Veamos un ejemplo digno de Conan Doyle, aunque de un humor bastante más negro.
En pleno auge mediático del llamado —con pompa digna de reality show— Juicio del Siglo, donde un hombre de apellido Uribe era exhibido en televisores, celulares y pantallas LED de todos los tamaños, otro Uribe, distinto pero con el mismo apellido, fue atacado. No murió de inmediato. El proyectil no clausuró la frase; dejó el mensaje en puntos suspensivos. Y en comunicación política, un mensaje en puntos suspensivos es peor que un silencio: permite que cada lector complete la oración como le plazca.
Y así fue. El país, convertido en hermeneuta frenético, corrió a llenar los vacíos:
—¡Culpa del Presidente! —bramó un sector—, porque había publicado mensajes contra la víctima en Twitter. ¡Se los advertí! ¡Se veía venir!
—Esa bala tenía remitente, aseguraban otros.
El asesinato, más que un hecho, se volvió un signo. Un significante resbaladizo, abierto a toda clase de lecturas conspirativas, morales y vengativas. Una página en blanco donde cada bando escribió su propio titular.
Aquí es donde Sherlock Holmes se encendería la pipa, levantaría una ceja y, con su fría elegancia victoriana, pronunciaría: “Elemental, mi querido Watson: no es un problema de investigación criminal. Es un problema de lectoescritura.”
Porque la pregunta de fondo no es quién disparó, sino cómo escribimos políticamente en Colombia.
¿Con qué materiales? ¿Con tinta o con pólvora? ¿Con argumentos o con cadáveres? ¿Y qué esperamos que produzcan esas frases sangrientas? ¿Un diálogo? ¿Una advertencia? ¿Una guerra civil?
Tal vez no necesitamos más detectives.
Lo que urge es algo mucho más humilde —y más difícil—: volver a aprender a leer. Y a no a escribir, nunca más, con sangre.
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En este país se escribe con sangre. Con saña.
El inconveniente —como con todo sistema de signos— es que incluso los mensajes trazados con plasma humano son vulnerables a la polisemia, diría Umberto Eco.
Tomemos un episodio reciente: asesinan a un hombre de apellido Uribe justo cuando otro Uribe protagoniza, en televisión abierta, el pomposamente bautizado Juicio del Siglo. La muerte no es inmediata, lo que deja el mensaje a medio escribir: no fue un estallido, sino un borrador. No alcanzó la intensidad requerida para incendiar la pradera en medio del clima ya inflamable.
Y entonces ocurre lo previsible: distintas audiencias leen el signo según el libreto que ya tenían preparado. En ciertos círculos la explicación salió disparada como resorte: “Culpa del Presidente, por sus trinos contra la víctima. ¿Ven? ¡Se los advertí!”
Yo lo veo menos como un asunto judicial que como un problema de lectoescritura: ¿cómo se escribe políticamente en este país? ¿Con qué materiales? ¿Y qué se espera que produzca semejante semiótica social?
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