
Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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Especial para El Quinto
La decisión del gobierno de Estados Unidos de designar al llamado ‘Cártel de los Soles’ como organización terrorista internacional (FTO, por sus siglas en inglés) no es un hecho menor ni un tecnicismo jurídico. Es un terremoto geopolítico cuyas ondas sísmicas alcanzarán a toda la región y que, de hecho, ya empiezan a sentirse en las costas del Caribe, donde un despliegue naval estadounidense recuerda más los rituales previos de una guerra que los ejercicios de vigilancia marítima habituales.
El mundo se pregunta qué implica esta designación, qué pretende Estados Unidos y, sobre todo, por qué ocurre ahora. Y la respuesta, por incómoda que sea, obliga a mirar de frente una realidad que muchos intentaron relativizar: en Venezuela no estamos solo ante una dictadura, sino ante un aparato estatal acusado de operar como una estructura criminal.
El Cártel de los Soles, llamado así por las insignias doradas de los generales venezolanos, es un término que durante años circuló en informes, investigaciones periodísticas y expedientes judiciales. Estados Unidos asegura que está compuesto por altos mandos militares y funcionarios del régimen, involucrados en narcotráfico, minería ilegal, contrabando y otras actividades ilícitas en una intrincada estructura descentralizada. Y señala directamente a Nicolás Maduro como parte de esta organización criminal. No se trata de una simple metáfora política: en la lógica estadounidense, Venezuela habría mutado de Estado fallido a Estado narco-terrorista.
La designación como FTO otorga a Washington herramientas que, hasta ahora, no podía usar: persecución penal de cualquier persona o país que colabore con el régimen, congelamiento inmediato de activos, sanciones más severas e incluso la posibilidad de operaciones tácticas en territorios donde operen los señalados (legales en EEUU). Y aquí es donde se eleva la tensión: el despliegue naval en el Caribe no es un adorno simbólico, sino un mensaje claro de capacidad operativa, aunque en mi opinión sea solo un ejercicio para mostrar los dientes y lograr intimidar al régimen.
¿Por qué Trump toma esta decisión precisamente ahora? La respuesta pasa por la política interna de Estados Unidos. Presentarse como el presidente que “por fin enfrentó a Maduro” le sirve para reforzar su narrativa de mano dura. Pero también es una jugada estratégica: convertir al régimen venezolano en un actor terrorista fortalece su posición para aplicar sanciones extremas, bloquear alianzas y justificar futuras intervenciones, si decide escalarlas. No obstante, en caso de que sí se materializara una invasión armada y con belicidad evidente, estoy seguro que la opinión pública mundial condenaría la desproporcionalidad y repudiaría algo que Maduro tiene claro hacer como táctica de guerra: poner en cámara a miles de milicias conformadas por mujeres, ancianos y hasta menores de edad como valientes civiles que salen a enfrentar al todopoderoso ejército estadounidense. Maduro armaría su relato de millones de ‘David’ dispuestos a ponerle el pecho al Goliath yanqui…
Aquí, ninguno de los dos gobiernos puede posar de inocente. El de Venezuela lleva décadas robando a los venezolanos y el de Trump va más allá de sus arengas de restaurar la democracia porque tiene sus intereses en los ricos yacimientos de la Faja Petrólífera del Orinoco y del Lago de Maracaibo.
La pregunta que debería hacerse la región no es si Maduro es culpable —algo que parece cada vez más evidente—, sino cómo evitar que la lucha contra esa criminalidad desate un conflicto de proporciones imprevisibles. América Latina ya ha visto suficientes tragedias nacidas de la mezcla entre narcotráfico, geopolítica y militarización.
Y esto sin descartar que la verdadera preocupación no es el desigual enfrentamiento entre las fuerzas de EEUU y Venezuela, sino la adición de gobiernos que quieran notariar lealtades como Cuba, Rusia, Corea del Norte y China, entre otros por un lado; y la gratitud de Israel al apoyo estadounidense en el conflicto con Palestina, por el otro lado.
Para Colombia, la situación es especialmente delicada. Somos la frontera viva del conflicto venezolano, el primer receptor de sus crisis y el país más expuesto a una eventual escalada. Si la tensión sube un grado más, podríamos enfrentar una migración aún más masiva, choques fronterizos, impactos comerciales e incluso riesgos de seguridad. Y más cuando los reflectores de Washington también amenazan con apuntar a Petro y su gobierno.
La comunidad internacional también debe tener claro que esta designación no puede convertirse en excusa para atropellar derechos humanos o para justificar acciones de fuerza sin controles. Combatir el crimen organizado es una obligación, pero hacerlo bajo el discurso del “terrorismo” exige todavía más transparencia y más rigor legal. Las etiquetas no pueden sustituir la evidencia. Las operaciones misilísticas contra embarcaciones en el Caribe han sido absolutamente ilegales porque no ha existido el debido proceso, han sido ejecuciones extrajudiciales totalmente desproporcionadas.
Además, hay un desafío enorme: el futuro político de Venezuela. Si Maduro es ahora, oficialmente, líder de una organización terrorista, ¿qué salidas quedan para una transición democrática? ¿Cómo se negocia con un señalado terrorista? ¿Qué incentivos quedan para el diálogo? El riesgo de un cierre total es real. Al cierre de esta columna se rumoraba una posible llamada telefónica de Trump a Maduro.
Esta crisis exige que América Latina —incluida Colombia— deje de mirar hacia otro lado. La región debe exigir una salida diplomática responsable, presionar por acuerdos multilaterales, apoyar a la oposición democrática venezolana y evitar que el destino de un país entero quede reducido a los cálculos de dos gobiernos en confrontación, liderados por dos excéntricos y hormonales capataces con rejo en lugar de cetro, dos mercenarios de la vanidad.
Estamos ante una encrucijada hemisférica. La pregunta no es si el Cártel de los Soles existe —las evidencias ya parecen confirmar que sí—, sino cómo evitar que la lucha contra él termine siendo la chispa de un conflicto que nadie, salvo los tiranos y los oportunistas, realmente desea.


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