
Sara María Triana Lesmes
Abogada y magister en derecho procesal
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“Mi vida y el Palacio: 6 y 7 de noviembre de 1985” ha sido una de las lecturas que más melancolía ha generado en mí. Helena Urán Bidegain perdió a su padre en esos días del 85, cuando el Ejército retomó el control del Palacio de Justicia que había sido tomado, inicialmente, por un comando del M19.
Ella tenía 10 años y, desde ese entonces, como a muchas víctimas, la vida le viró una y otra vez en tantas direcciones como posibilidades existen.
Leer, en la narración de la protagonista, lo que sucede cuando alguien es desaparecido y acompañar su relato imaginando cómo muchos altos dirigentes del Estado intentaban ocultar indefinidamente las acciones que, sin vergüenza alguna, ejecutaron aquel 6 y 7 de noviembre, me lleva a revisar la radiografía de este país en el que una y otra vez se garantiza la impunidad del Estado, aunque agentes suyos cometan los crímenes más atroces.
No pude evitar, ni lo intenté, asociar lo que Helena narra en su libro, con el bucle horroroso que hoy se conoce como falsos positivos. En El Quinto, en estrados judiciales y en otros medios de comunicación he escrito y hablado varias veces sobre esos crímenes: son asesinatos cometidos por personal de las Fuerzas Armadas que, entre otros modos de ejecución, se asocian con paramilitares para implementar una política contra insurgente del Estado colombiano.
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Helena dice que ese tipo de homicidios sobre civiles inocentes y desarmados se han cometido durante años en este país. Ejemplo de ello son los que se perpetraron dentro del Palacio de Justicia en esas fechas: civiles y guerrilleros desarmados, heridos y rendidos fueron torturados y/o asesinados dentro de estas instalaciones, o sacados vivos del palacio hacia lugares como el Museo del Florero, el Cantón Norte y otros en donde, finalmente, fueron asesinados y desaparecidos.
Desde entonces, han pasado 40 años y los siguientes presidentes: Belisario Betancur, Virgilio Barco, Cesar Gaviria, Ernesto Samper, Andrés Pastrana, Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos e Iván Duque. Ninguno de ellos reconoció la responsabilidad del Estado en esos delitos.
Leyendo el libro de Helena y teniendo presente a las víctimas del macro caso 03 que hoy adelanta la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) sobre falsos positivos, surge una pregunta urgente: ¿Cuántas y cuáles fuerzas de todo tipo confluyen y usan su poder para que los militares lleven décadas cometiendo todo tipo de crímenes en contra de la población civil y sigan creyendo que así es como pueden “defender la democracia, maestro”?
Una de estas fuerzas es la Asociación Colombiana de Oficiales en Retiro de las Fuerzas Militares (ACORE), que parece estar siempre presente cuando de intentar mantener la manta de impunidad se trata.
Mientras se llevó a cabo el juicio contra Luis Alfonso Plazas Vega, por allá en el gobierno de Álvaro Uribe, esta asociación participó de las acciones de revictimización en contra de los cientos de dolientes de los criminales de Estado: pagó mensajes en radio y prensa declarando que los oficiales que hacen parte de ella estaban desilusionados por la forma en la que la sociedad colombiana les pagaba por su servicio.
Lo mismo hizo ACORE en el año 2016, poco antes de la firma del Acuerdo Final para la Terminación del conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera firmado por representantes del Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia: se presentaron como víctimas de dicho Acuerdo y presionaron al Presidente Santos hasta que lograron cambiar el texto del acuerdo en lo que se refiere a la forma de imputación ante la JEP de quienes fueran altos mandos militares y hubieren omitido su deber de prevenir, reprimir o castigar los crímenes cometidos por sus subalternos.
Como en la Alemania Nazi, que requirió de años de unión “invisible” o más bien “sutil” de fuerzas con fines criminales, en Colombia los poderes públicos se cobijaron bajo el mismo manto de impunidad, todos, y han trabajado incansablemente por ocultar los crímenes cometidos.
La justicia de este país ha tendido siempre al ocultamiento de los hechos delictivos en los que participan agentes estatales. Por eso, en agosto de 2010, Angela María Buitrago fue retirada de la investigación por los hechos relacionados con el Palacio y hoy la JEP investiga casos contra agentes del Estado bajo ciertos parámetros imperceptibles de impunidad. Se repite la historia del ocultamiento de la verdad y, sobre todo, de la revelación de los reales “máximos responsables”. No le falta razón a Helena cuando dice que “La daga del asesino estaba escondida bajo la bata del jurista”
Esta impunidad perpetua sustenta otra frase del libro: “(…) la violencia estatal deliberada, así como su incapacidad o falta de voluntad para aplicar de manera eficiente sus esquemas de justicia, deslegitiman los poderes de justicia que lo estructuran”, funcionarios que fomentan, de alguna manera, la delincuencia, injusticia e impunidad son cruciales para que este círculo infinito de criminalización, revictimización y falta de verdad y reconocimiento continúen.
La autora no se detiene ahí. Señala que “(…) hay que llenarse de grandes dosis de imaginación para creer que una institución con jerarquías tan claras y con una cadena de mando tan ortodoxa, el coronel no hubiera estado involucrado en el manejo de rehenes y que nisiqueira se hubiera dado cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Es muy condenable que la Corte Suprema de Justicia ocultara que él no hubiera tenido la grandeza de contar absolutamente nada de lo sucedido, se mantuvo fiel al pacto de silencio y este episodio sirvió para alimentar la narrativa de los héroes salvando la patria que además después fueron victimizados por la justicia mientras los guerrilleros ocupaban puestos en el congreso”.
Se necesitan las mismas dosis de imaginación o de mentira, para construir un relato en el que los presidentes de la República y los más altos jerarcas castrenses no se enteran de que sus subordinados han asesinado a más 6402 humanos que nada tenían que ver con la guerra o con el hampa.
La impunidad de aquellos que han utilizado el aparato estatal para promover, cometer y ocultar sus crímenes, es el enemigo silencioso que imposibilita el tránsito hacia la paz en este país. Y, al contrario: en el reconocimiento de la responsabilidad que le cabe a quienes auspiciaron o cometieron esos crímenes, empieza el camino hacia la paz.
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