
Gustavo Melo Barrera
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Ah, Gustavo Petro. Ese exguerrillero devenido en presidente que, contra todo pronóstico y probablemente contra los designios del universo (y de la oligarquía local), logró escalar hasta la cima del poder en Colombia. Y desde allí, como Icaro latinoamericano, decidió acercarse al sol con alas hechas de reformas sociales, discursos encendidos y una cuenta de Twitter que no tiene horario ni filtro.
Desde su llegada al Palacio de Nariño, Petro ha sido muchas cosas: un reformista, un disruptor, un tuitero compulsivo, y para sus enemigos —que son legión—, una amenaza existencial con pretensiones mesiánicas. Porque en Colombia, intentar cambiar algo es visto como una grosería, una herejía, o ambas.
La prensa internacional no ha podido resistirse al encanto del caos. El Financial Times, siempre listo para detectar populistas con acento, ya lo ha emparentado con Hugo Chávez, como si cualquier presidente latinoamericano con un programa social fuera automáticamente un chavista con Wi-Fi. Bloomberg fue menos sutil: tachó su gobierno de “fracaso” y predijo un regreso de la derecha con más entusiasmo que una iglesia evangélica en plena campaña electoral.
Mientras tanto, los think tanks del mundo se rompen la cabeza: ¿es Petro un iluminado incomprendido o solo otro político con complejo de redentor y déficit de autocrítica? ¿Un visionario o un vendedor de humo con una extraña fijación por los hilos de conspiración?
Dentro de Colombia, la historia se torna aún más folclórica. La derecha, otrora serena y oligárquicamente elegante, ha optado por una estrategia de pánico apocalíptico: movilizaciones, discursos de guerra civil, teorías de complot y, por supuesto, denuncias judiciales que harían sonrojar a un fiscal de Netflix. Petro, por su parte, asegura que hay una “Junta del Narcotráfico” moviendo los hilos del Estado, lo cual suena menos a análisis político y más a libreto de serie narcopolítica. Pero en este país, ¿quién puede asegurar que no sea cierto?
Y ahí entra nuestra versión local de House of Cards: la senadora María Fernanda Cabal, que decidió acusar a Petro de traición a la patria por revelar datos militares. Porque si no puedes ganarle en las urnas, siempre puedes intentar sacarlo con una denuncia lo suficientemente absurda como para volverse tendencia. La verdad, en la política colombiana, no se busca: se compra, se interpreta, o se entierra con honores.
Pese a todo, Petro sigue hablando de transformación, de justicia social y de reformas estructurales. Y, para sorpresa de muchos, sigue teniendo una base de apoyo que no solo lo respalda, sino que lo idolatra con fervor evangélico. Sus discursos resuenan en sectores progresistas tanto en América Latina como en Europa, donde todavía hay quien cree que el cambio es posible… aunque venga envuelto en contradicciones y conferencias de prensa a medianoche.
Eso sí, no hay que santificar al presidente. Su estilo errático, su tendencia a incendiar puentes (antes de cruzarlos) y su selectiva relación con la evidencia no han ayudado. Algunos de sus aliados han resultado ser más expertos en escándalos que en gobernanza, y más de uno ha abandonado el barco justo antes de que empiece a hundirse. Fuego amigo, lo llaman. O ajuste de cuentas, versión progresista.
Así que aquí estamos: con un presidente que para algunos es la última esperanza de una Colombia más justa, y para otros, el jinete del apocalipsis en versión caribeña. Entre denuncias, delirios, reformas y resistencias, Petro sigue en el centro del huracán. ¿Será recordado como el hombre que desafió el sistema o como otro mártir de su propio ego?
El futuro de Gustavo Petro en estos meses de gobierno parece el vuelo triunfal de Ícaro: alas recién pegadas con cera ideológica, mirada fija en el sol del cambio… y una brisa caliente de realidad acercándose peligrosamente. Entre reformas que buscan tocar el firmamento, pero tambalean como si se hubieran escrito en pleno vértigo, y una oposición que no sabe si es Dédalo o solo otro coro griego gritando desde abajo, nuestro presidente se lanza a las alturas sin mirar el manual de aterrizaje.
Las calles seguirán siendo su pista de despegue improvisada: marchas que lo empujan, marchas que lo tiran, y marchas de quienes solo quieren sobrevivir al trancón — porque nada dice “república moderna” como una protesta que arruina el almuerzo. La economía, por su parte, será el viento traicionero: cálido, errático y con vocación de tormenta. Y en el Congreso, cada negociación será como preguntarse si el Sol está más cerca o si solo es paranoia y fiebre legislativa.
Mientras tanto, Petro seguirá agitando sus alas como si fueran suficientes: discursos encendidos, metáforas elevadas, y el arte de incendiar la discusión para luego hacerse el sorprendido por el humo. ¿Caerá? Tal vez. Pero si algo sobra en Colombia es público para el espectáculo, cronistas del desastre y una extraña fascinación por ver a los Ícaros nacionales arder en pleno vuelo. Y sí: el circo celestial ya comenzó.
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