
Juanita Uribe
Estudió psicología. Se dedica a la divulgación científica, histórica y política
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En Colombia, los derechos humanos se han convertido en un salmo burocrático. Se repiten en discursos como mantras, se imprimen en cartillas, se recitan en foros internacionales y se utilizan como barniz moral en informes que nadie lee. Son la decoración favorita de tecnócratas con aire humanista, de intelectuales idealistas de ONG. El fetiche discursivo de campaña populistas y la herramienta preferida del Estado para simular sensibilidad. Pero fuera del papel, los derechos no existen. Son ficción administrativa, retórica institucional. Liturgia sin templo.
Desde una mirada materialista (es decir, desde el mundo real), no desde el discurso ilustrado, los derechos no son naturales, universales ni inalienables. No son atributos del alma ni recompensas por buena conducta. No vienen incorporados al nacer por una divinidad. Son construcciones históricas, sostenidas por el aparato institucional que las regula y las impone. Donde ese aparato falla o está podrido, los derechos no existen. Y en Colombia, lo que existe no es un Estado garante, sino un simulacro. Una farsa decorada con logos ministeriales y campañas de “cuidado”.
El reciente caso del docente del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) acusado de abusar y violar bebés y contagiarlos con VIH-sida no puede verse como un accidente ni una excepción monstruosa. Es el síntoma más cruel y aberrante de un sistema que no garantiza derechos, sino que los vulnera desde adentro, con sello institucional y papelería en regla, como plano arquitectónico. La violencia no entra por error en la institución. Habita en ella. Se cultiva en su interior, como hongo que crece en las grietas de lo muerto.
El ICBF no protege. Su misión no es cuidar. Es administrar la pobreza, clasificar cuerpos, gestionar el daño como parte del costo operativo de su existencia. El niño violado por el Estado no es una anomalía. Es un producto secundario de su maquinaria. Es un teatro de sombras institucionales. Hablar de “protección” mientras se alojan agresores dentro de jardines infantiles del Estado no es solo una contradicción: es una puesta en escena macabra. Un arte performático de lo institucional. Una danza de protocolos inútiles, circulares mal escritas y comités que jamás llegan a nada.
Un sistema no falla cuando opera según su lógica. Un sistema está corrompido, donde el niño es una estadística, un código en una base de datos. Donde lo importante no es el bienestar real, sino cumplir con el indicador para el próximo informe trimestral.
Porque este monstruo no es un individuo. Es un aparato. Y como todo aparato, opera para sí mismo. Su prioridad no es la infancia, es su propia supervivencia. Lo esencial es conservar el cargo, proteger la imagen, maquillar el escándalo. El horror se barre con comunicados de prensa y lenguaje inclusivo. Se entierra con talleres de sensibilización. Se domestica con una “mesa técnica” y una “ruta de atención”.
En Colombia, las instituciones del Estado no garantizan derechos. Administran cuerpos y administran la exclusión mientras recitan poesía sobre la dignidad humana. Disciplinan poblaciones. Y lo hacen con el logo del Ministerio en sus uniformes, con enfoque diferencial y perspectiva de género. Todo para mantener la ilusión de que alguien, en algún lado, está cuidando a los más débiles. Sigue operando con la misma lógica clasista, y profundamente necropolítica: decidir quién vive, quién sufre, y quién se entierra en silencio y queda en el olvido.
La respuesta institucional, como siempre, fue un espectáculo: comunicados vacíos, promesas de revisión, nuevas mesas técnicas, lenguaje administrativo que desactiva el horror. Nada cambia porque nada está diseñado para cambiar. La indignación mediática dura un ciclo de noticias, luego todo vuelve a su cauce: la gestión técnica de la miseria.
La infancia de los más vulnerables en Colombia no nace con derechos. Nace con formularios. Con fichas. Con atención diferencial. Con enfoques de género institucionalizados que no previenen el abuso, sino que lo decoran.
El problema no es solo el crimen atroz. El problema es que el aparato encargado de impedirlo no solo fue inútil, sino que facilitó las condiciones para que ocurriera.
Colombia no necesita reformas. No necesita protocolos mejor redactados. No necesita más “fortalecimiento institucional”. Necesita desmantelar esta arquitectura de simulación. Necesita romper con la idea de que el Estado es un ente protector. El Estado no cuida. El Estado administra. No protege la vida: la regula. Y cuando se trata de los cuerpos vulnerables; niños, pobres, marginados, su lógica es clara: minimizar costos, evitar escándalos, enterrar responsabilidades. Lo que necesita es una transformación radical: Necesita cerrar de raíz instituciones como el ICBF tal como existen hoy, porque no protegen: permiten el daño. Lo que se requiere es crear un sistema nuevo, vigilancia civil autónoma, mecanismos de control social inmanente, eliminación de zonas de impunidad dentro de las instituciones, y justicia sin dilaciones ni protocolos dilatorios.
Los derechos no existen. Existe la estética de la protección sin su sustancia. Y mientras el discurso de los derechos siga funcionando como cortina de humo para las atrocidades del aparato, la infancia seguirá siendo carne de informe. Material de PowerPoint. Recurso narrativo en discursos ministeriales.
El ICBF es la evidencia viviente de que este país no tiene instituciones de protección. Tiene estructuras de dominación con fachada humanista. Tiene mecanismos de reproducción de la violencia con lenguaje técnico. Tiene una infancia empobrecida que no recibe cuidados, sino manuales. Que no recibe atención, sino instrucciones protocolarias. Que no recibe justicia, sino silencios administrativos.
Y mientras tanto, seguimos hablando de “garantías de derechos”, como si el lenguaje pudiera suplantar la realidad. Como si el crimen institucional pudiera lavarse con comunicados. Como si los cuerpos violados por el aparato pudieran resarcirse con enfoque diferencial.
No hay error. No hay sorpresa. Solo hay un Estado operando tal como fue programado: sin conciencia, sin piedad. Y con el logo del Ministerio en la esquina. Porque cuando el crimen se produce dentro del Estado, no estamos ante una excepción. Estamos viendo el sistema tal y como es: un foco de atrocidades y aberraciones, donde a los violentos y depravados se les da poder.
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