
Keshava Liévano
Comunicador y realizador de radio y tv, periodista y pedagogo, escritor y grafitero.
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A las seis de la tarde, cuando la luz cae en picada sobre las laderas de Manrique y el aire empieza a oler a gasolina y pólvora, el barrio se preparó para un espectáculo extraño incluso para los estándares de Medellín. En la esquina de siempre —donde la tienda de don Eusebio marca el límite entre lo cotidiano y lo insólito— desplegaron una alfombra roja. No era para un artista, ni para un político, ni para un deportista. Era para un muerto.
El féretro de Jefferson Alexis Cano Gómez, alias Chom, alias Botija, avanzó entre motos aceleradas, bocinas, música a todo volumen y un enjambre de celulares. Sobre la tapa brillante del ataúd, algunos muchachos apoyaron flores; otros, más silenciosos, grababan cada detalle para subirlo a TikTok antes de que la caravana se moviera. Esa noche, el barrio se vistió de gala para despedir a un fletero abatido por la Policía.
Entre los callejones empinados de Manrique, Chom tenía historia. No la historia que aparece en los partes oficiales, donde se lee que el 4 de noviembre interceptó junto a un joven de 21 años a un hombre que salía de su casa para robarle la moto nueva modelo 2025. Tampoco la historia clínica que registró las cirugías fallidas y el desenlace inevitable del 11 de noviembre en un quirófano frío del San Vicente.
No. La otra historia.
La del vecino.
“Él era un pelado de barrio, pues… No digo que fuera santo, pero tampoco era el demonio”, dice una mujer que prefirió no dar su nombre, mientras mira la caravana como si observara una tradición antigua. En el barrio todos se conocen, incluso cuando no se conocen del todo. Un saludo, un favor, un primo, un balón rodando en la calle: al final, la pertenencia pesa más que el prontuario.
Por eso, cuando la noticia de la muerte corrió por las cuadras, el duelo se convirtió en fiesta. Las motos aparecieron como si brotaran de los callejones. Una banda improvisada comenzó a tocar. De un momento a otro, Manrique parecía más un carnaval que un velorio. Se encendieron mechas, estalló la pólvora, la noche se llenó de ruido y luces. El féretro cruzó lentamente la alfombra roja como si el difunto asistiera a la premier de su propia leyenda.
No es la primera vez que Medellín presencia algo así. Décadas atrás, Pablo Escobar recibió despedidas multitudinarias; años después, Rodríguez Gacha fue llorado en su pueblo como un benefactor, y no como el hombre que sembró medio país de pólvora. Popeye firmaba autógrafos en la cárcel y posaba para selfies en la calle.
La ciudad lleva tanto tiempo negociando con la muerte que a veces lo macabro parece costumbre.
En las comunas, la frontera entre víctima y victimario suele confundirse. El Estado llega tarde, si es que llega, y la vida honrada ofrece más promesas que caminos. En ese vacío crecen figuras como Chom: muchachos que encontraron en el delito una forma rápida —y casi siempre trágica— de ascenso. El barrio, lejos de aplaudir sus crímenes, celebra otra cosa: la pertenencia, la cercanía, la sensación de que uno de los suyos logró, aunque fuera por un instante, brillar más que la miseria.
A la caravana se sumaban niños en la acera, jóvenes en moto, señoras que miraban desde las ventanas. Nadie hablaba de la víctima del robo, un hombre de 39 años que sobrevivió a los golpes en la cabeza y a la intimidación con un arma traumática. Nadie discutía sobre el hurto violento, ni sobre la cirugía, ni sobre la intervención policial. Esa noche, la conversación era otra: “que siempre fue decente con la gente”, “que ayudaba en lo que podía”, “que era alegre”, “que se fue muy joven”.
El duelo se convirtió en espectáculo. Y el espectáculo, en una declaración colectiva: aquí la muerte también se baila. Porque si algo sabe Medellín es que ocultar la muerte no la aleja; nombrarla, cantarla y celebrarla tal vez la haga más soportable.
La caravana avanzó hasta la madrugada. La alfombra roja, ya manchada por el paso del féretro y por el polvo del barrio, quedó tirada sobre la calle como símbolo ambiguo: el lujo en medio de la carencia, el glamour improvisado para un hombre cuya vida terminó en un cruce de disparos.
Al amanecer, mientras el barrio volvía lentamente a su rutina —niños rumbo al colegio, motos sin escolta, madres abriendo tiendas— quedó flotando en el aire la pregunta que Medellín lleva décadas repitiendo, sin atreverse del todo a responder:
¿Por qué a veces se llora a los criminales como si fueran héroes?
La respuesta no está solo en el prontuario, ni en la pólvora, ni en la alfombra roja. Está en lo que no se ve: la desigualdad que moldea vidas, la ausencia que deja huecos, la estética del narco que se filtra en lo cotidiano, y la necesidad humana —intensa, irrenunciable— de pertenecer a algo, incluso cuando ese algo es una tragedia.
Manrique, esa noche, no homenajeó al delito. Homenajeó al hijo del barrio. Al muchacho que se volvió mito en el instante en que dejó de respirar. Al muerto que, en su último viaje, cruzó una alfombra roja que nunca pisó en vida. La vida de un país bio lento que está necesitando una TraquetoMia


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