
Manuel Humberto Restrepo Domínguez
Profesor Titular de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Ph.D en DDHH; Ps.D., en DDHH y Economía; Miembro de la Mesa de gobernabilidad y paz, SUE.
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La descertificación de Estados Unidos a Colombia ocurre el mismo día que se dicta la primera sentencia de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) contra el secretariado de las antiguas FARC.
La coincidencia permite observar, en primer lugar, una fractura entre el discurso oficial y la realidad empírica del país.
Desde la firma del Acuerdo de Paz en 2016, pactado entre el Estado colombiano y las entonces existentes FARC, aquel se comprometió a avanzar en reformas estructurales relacionadas con la tierra, la sustitución de cultivos ilícitos, su presencia integral en territorios históricamente marginados y el desarrollo rural sostenible. Pero la realidad es que esos compromisos han quedado en gran medida aplazados, sobre todo porque el gobierno de Iván Duque -2018-2022- se comprometió a desconocer dichos acuerdos e incumplirlos sistemáticamente. En lugar de aplicar una política de desarrollo rural que disuadiera a los campesinos de cultivar y procesar coca, todo se volvió persecución judicial y militar.
En ese contexto, las estadísticas muestran un aumento muy significativo de los cultivos de hoja de coca, lo cual, a su vez, muestra que las FARC no eran el cartel de drogas que nos presentaban los gobiernos. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) el área cultivada con coca pasó de 146.000 hectáreas en 2016, con las FARC activas, a más de 230.000 en 2022 cuando ya no existían las FARC. La cifra más alta registrada en dos décadas.
Las cifras dejan al descubierto dos hechos: en primer lugar, que, como se dijo antes, las FARC no eran un cartel de narcotraficantes que debiera ser combatido incrementado el gasto militar, exigiendo un, cada vez mayor, número de bajas en combate y tampoco “mejorar” la estadística operacional de las Fuerzas Armadas. En segundo lugar, deja en evidencia que la política antidrogas centrada en la represión, ya sea a través de la erradicación forzada o de la fumigación aérea, ha fracasado porque no cumple con los objetivos que se propone y, en cambio, suplanta la obligada implementación de los mecanismos de transformación estructural prometidos que siguen sin materializarse.
En estas condiciones, queda sin resolver la gran pregunta: ¿Quiénes son los verdaderos encargados de la producción y distribución de cocaína? ¿Si no son los campesinos, tampoco los guerrilleros, quiénes entonces?
La descertificación no es un hecho aislado, sino un mecanismo de presión política de Washington frente a sus aliados estratégicos. Presión que hace el país más fuerte militarmente (Estados Unidos) aunque no tenga la autoridad ética, moral, legal y legitima de EE UU para hacerlo. No la tiene, porque es el primer consumidor de drogas y principal responsable de las violaciones a derechos humanos en el mundo.
En la teoría de las relaciones internacionales, la descertificación es una estrategia de poder asimétrico en la que EE UU, asumiéndose como poder imperial, impone estándares y sanciones a los países periféricos para garantizar la continuidad de SU agenda de seguridad, basada en la promoción de guerras que le permitan ampliar el mercado de armas y ganar el poder en otros países a través de los partidos de ultraderecha (como los de los alcaldes colombianos que viajaron a Washington para pedir que no nos certificaran)
El juego perverso descertificación o descertificación también le sirve al país más fuerte (EEUU) para consolidar las actividades de vigilancia que ejerce sobre países que buscan ser certificados, aunque sea a cambio de aumentar el gasto militar mediante empréstitos otorgados por organismos de financiación de los que las empresas estadounidenses son accionistas o directivas.
Para descertificarla, Colombia ha sido evaluada, con el filtro de la política partidista que no acepta poderes distintos a los que puede controlar y dirigir, y sin valorar a fondo los avances en justicia social o desarrollo territorial alcanzados en el presente gobierno.
Se midió la capacidad de cumplir objetivos cuantitativos tales como hectáreas erradicadas o cantidad y peso de los cargamentos incautados. El resultado matemático no cuenta la realidad en su conjunto y presenta un desfase estructural del país que hace las evaluaciones: mientras el discurso de la cooperación internacional promueve el desarrollo y la paz, las métricas de evaluación hacen énfasis en medir el control militar y policial del narcotráfico.
Por otra parte, se puede decir que la descertificación desnuda la contradicción entre una política antidrogas que mide éxitos en términos de represión y una realidad nacional que clama por inversiones en salud, educación, infraestructura y alternativas productivas. El debate sobre la reanudación de la fumigación con glifosato simboliza ese desfase.
Desde 2015, la Corte Constitucional suspendió el uso de aspersiones aéreas por sus efectos nocivos en la salud y el medioambiente. Pero poderosos e influyentes sectores políticos y económicos insisten en revivir esa estrategia fracasada y exuberante en gastos que deberían ir a la inversión social. Sin embargo, múltiples estudios han demostrado que, por cada hectárea fumigada, son resembradas nuevas áreas, generando el llamado “efecto globo”. Es decir, la oferta global de cocaína no disminuye, solo se redistribuye geográficamente.
Mientras se insiste en esta medida probadamente ineficaz, se posterga la implementación de programas de sustitución voluntaria, que, en el marco del Acuerdo de Paz, llegaron a vincular más de 99.000 familias campesinas, pero que quedaron truncos por falta de financiamiento y cumplimiento estatal. Es evidente que, en estas condiciones, las comunidades rurales no pueden elegir alternativas legales sostenibles, más aún si el Estado les niega las condiciones mínimas de infraestructura, crédito y mercados.
El trasfondo del problema es, entonces, que Colombia sigue sin afrontar las transformaciones estructurales que el Acuerdo de Paz planteó hace casi una década.
La Reforma Rural Integral, que prometía distribuir tres millones de hectáreas y formalizar otros siete millones, avanza con lentitud. Apenas se ha adjudicado cerca de medio millón de hectáreas, más del 90% de ellas en el actual gobierno, muy por debajo de la meta. Esta parálisis perpetúa la histórica concentración de la tierra, con el 1 % de los propietarios controlando más del 80 % de las áreas fértiles, mientras millones de campesinos sobreviven con parcelas menores de cinco hectáreas y los firmantes de paz tratan de sobrevivir en zonas de riesgo con pequeños proyectos asociados a la tierra y el medio ambiente.
El desfase entre discurso y realidad se agrava porque las regiones cocaleras son precisamente aquellas donde el Estado nunca consolidó presencia institucional. Ejemplos de esa realidad son las extensas áreas rurales de Putumayo, Norte de Santander, Cauca y Nariño que siguen siendo utilizadas por las mafias e industrias ilegales de la cocaína como laboratorios de violencia, economías ilegales y ausencia estatal con daños irreparables para la vida y dignidad humana de las comunidades.
La descertificación no solo desnuda el desfase entre el discurso y la realidad de la lucha antidrogas en Colombia, sino que visibiliza el dilema profundo de la dependencia de un modelo de seguridad fracasado, impuesto desde afuera y la incapacidad del país para cumplir con sus compromisos de transformación social interna ante la arremetida sistemática de los grupos de poder político y económico hegemónicos en alianza para impedir cualquier cambio estructural y afectar los equilibrios de la gobernabilidad.
Mientras las cifras de coca crecen, los debates se concentran en si fumigar o no, aplazando la ejecución de políticas de desarrollo rural, reforma agraria y sustitución productiva que son la verdadera salida.
La política antidrogas en Colombia funciona como un dispositivo de poder que reproduce la desigualdad, posterga la paz territorial y amplifica la narrativa de las ultraderechas para acomodar sus propuestas de reconquista del gobierno al son del miedo. La descertificación, más que una sanción externa, debería ser leída como un espejo incómodo que muestra hasta qué punto el Estado colombiano ha preferido administrar la crisis en lugar de resolver las causas estructurales que la alimentan.
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