
Gustavo Melo Barrera
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En el fascinante espectáculo del poder, donde los actores cambian pero el guion sigue intacto, la doble moral es la estrella indiscutible. Es un talento digno de aplausos: la capacidad de exigir sacrificios mientras se disfruta de placeres, de condenar la corrupción mientras se acumulan favores, y de ensalzar la democracia mientras se firman decretos para aferrarse al puesto.
Los grandes líderes—esos iluminados que nos prometen salvación mientras nos hunden en un océano de discursos vacíos—han perfeccionado la habilidad de decir lo contrario de lo que hacen. La austeridad es su bandera, mientras disfrutan de cenas que cuestan lo mismo que el salario anual de un trabajador promedio. La justicia es su lema, pero la impunidad su realidad.
La doble moral es el lubricante del engranaje político, el pegamento que une las apariencias con los intereses, el disfraz de la hipocresía institucionalizada. Se sustenta en una fórmula probada: decir lo que el pueblo quiere oír, hacer lo que el bolsillo manda y, cuando el teatro se vuelve insostenible, culpar a un enemigo externo.
Pero cuando el poder empieza a tambalear, llegan los estertores de muerte: la última batalla desesperada por aferrarse a la silla. Se multiplican los discursos emotivos, las promesas imposibles, las acusaciones teatrales contra enemigos invisibles. De repente, todos los problemas son culpa de «otros» y los defensores de la patria aparecen en cada esquina, como si el poder les hubiera otorgado una revelación divina.
Los tiranos moribundos se aferran a su legado como si fuera una reliquia sagrada, temiendo el juicio de la historia mientras blindan sus futuras comodidades. Acusan de traición a quienes cuestionan su dominio, organizan espectáculos de falsa justicia y preparan una retirada estratégica que garantice que, aún en el exilio del desprestigio, seguirán moviendo los hilos desde la sombra.
Pero, si hay un elemento que sostiene la doble moral del poder a lo largo del tiempo, es la dinastía. Los grandes apellidos, esos que se repiten como mantras en los libros de historia y en las listas de multimillonarios, no son solo nombres. Son símbolos de influencia, de privilegio, y, en muchos casos, de impunidad. Detrás de la respetabilidad de los linajes políticos y empresariales, se esconden conexiones incómodas que pocos quieren mencionar.
Porque en este juego de poder, los clanes mafiosos no son antítesis de la élite, sino su reflejo más crudo. Lo que hace décadas comenzó como familias honorables con negocios respetables terminó convirtiéndose en redes de favores, extorsiones y acuerdos en la sombra. La diferencia entre un apellido ilustre y un clan mafioso muchas veces no radica en la ética, sino en el nivel de discreción con el que operan.
Los grandes nombres manejan el arte de la moral selectiva con una maestría digna de aplausos. Son los primeros en condenar la violencia, pero los últimos en alejarse de quienes la financian. Se indignan ante la corrupción, pero firman contratos con aquellos que la han perfeccionado. Despotrican contra la injusticia, pero sus fortunas siguen creciendo al ritmo de concesiones dudosas y favores estatales.
Los clanes mafiosos han aprendido de sus predecesores en la política y la economía, perfeccionando sus métodos bajo la tutela de quienes los señalan con un dedo mientras con la otra mano firman pactos de conveniencia. En algunos casos, el apellido lo es todo: un escudo de impunidad, un salvoconducto para el abuso, una carta de presentación que abre puertas donde otros solo encuentran muros.
La doble moral se recicla con cada generación, perfeccionando su disfraz y encontrando nuevas formas de justificarse. No muere, solo se adapta. Cambian los rostros, pero el guion permanece. Y nosotros, espectadores fieles de este drama repetitivo, seguimos comprando boletos para la misma función.
Las campañas políticas son el escenario perfecto para que la doble moral florezca en su máximo esplendor. En tiempos electorales, los discursos se llenan de promesas que nunca se cumplirán, los candidatos se convierten en paladines de la justicia mientras esconden sus propios escándalos, y los mismos que ayer despreciaban al pueblo hoy recorren barrios con abrazos y sonrisas ensayadas.
Los políticos atacan la corrupción… pero solo la de sus adversarios. Condenan los pactos oscuros… mientras los suyos se firman a puertas cerradas. Defienden el bienestar del pueblo… pero solo hasta que las urnas cierren y puedan retomar su agenda de privilegios. Es un teatro cíclico, donde los libretos son los mismos y el público, aunque hastiado, sigue asistiendo al espectáculo.
La única constante en esta tragicomedia es la inercia del pueblo, que, atrapado entre la indignación y la resignación, se debate entre denunciar lo evidente o acostumbrarse a ello. Nos dicen que el cambio es posible, pero siempre bajo condiciones que solo benefician a quienes ya están dentro del sistema. Nos venden la ilusión de renovación, pero solo es otro ciclo en el mismo carrusel del poder.
Quizá el problema no sea la doble moral del poder, sino nuestra disposición a seguirla tolerando. Y en ese caso, ¿quién es realmente el culpable?
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