
Natalia Moreno
Ingeniera Industrial, dirigente política y activista social
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En los proyectos políticos transformadores, uno de los desafíos más profundos es entender que nuestras decisiones no se toman en solitario. Representamos apuestas colectivas, trayectorias históricas, militancias que han depositado su confianza para que seamos su voz. Por eso, el aval que recibimos no es un simple trámite, es una responsabilidad ética y política: es el mandato de llevar adelante unas líneas programáticas construidas en comunidad.
Cada quien que hace parte de un proyecto político tiene identidad y autonomía, pero eso no debe confundirse con aislamiento o individualismo. En la política que queremos construir, consultar, dialogar, construir consensos, no es un requisito formal, es el deber ser. Es la manera de marcar una diferencia profunda con las prácticas tradicionales: no decidir por encima de las organizaciones ni de espaldas a quienes nos apoyaron, sino desde una lógica de corresponsabilidad.
Ahora bien, es necesario detenernos en lo que significa actuar desde lo visceral. La política visceral es peligrosa porque sustituye el pensamiento por la reacción, la estrategia por la inmediatez, la palabra colectiva por el grito individual. Nos pone en una lógica de fuego cruzado, donde la emoción desbordada reemplaza la responsabilidad política, y donde las tensiones naturales se vuelven fracturas innecesarias.
Nuestra tradición política la de los movimientos sociales, los procesos populares, la izquierda democrática nunca ha sido la de la política del impulso ni del cálculo egoísta. Por el contrario, hemos crecido desde la paciencia histórica, desde el trabajo comunitario, desde la apuesta por el poder construido desde abajo y con otros. No venimos de una cultura política que grita para imponer, sino que debate para transformar.
Cuando dejamos que lo visceral gobierne nuestras decisiones, corremos el riesgo de replicar los modos de la vieja política: autoritarios, personalistas, excluyentes. La política del “yo tengo la razón” no transforma estructuras, solo reemplaza nombres. La política de la rabia como guía única, sin reflexión ni escucha, no construye procesos sostenibles; solo desgasta, divide y fragmenta.
Esto no significa negar el sentir. Las emociones hacen parte de la política. Pero no son la política. La rabia ante la injusticia es motor de lucha, pero si no se canaliza hacia la construcción, se convierte en ruido. La indignación es legítima, pero sin horizonte estratégico, se vuelve un arma que daña incluso a quien la empuña.
Y mientras nos desgastamos en las disputas internas, decidiendo si tal o cual copartidario debe estar o no estar, la política tradicional avanza con su maquinaria intacta. Mientras nosotros nos echamos el codo, discutimos desde lo emocional o nos enfrascamos en diferencias sin perspectiva histórica, le hacemos el juego a aquello que decimos combatir. Nos fragmentamos y debilitamos, mientras afuera siguen tomando decisiones, ocupando espacios, profundizando los modelos de exclusión que estamos llamados a transformar.
La política que impulsamos no se reduce a ocupar cargos, sino a reconfigurar lo público desde otra forma de ejercer el poder. Una forma donde disentir no nos fragmenta, donde consultar no nos debilita, donde construir colectivamente no es una carga, sino la esencia misma del compromiso político.
Hoy más que nunca debemos recordar que representamos un proyecto histórico. Y eso implica estar a la altura del momento: pensar antes de reaccionar, escuchar antes de juzgar, construir antes que imponer. Lo visceral no nos lleva a la transformación. Lo colectivo, sí.
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