
Beatriz Vanegas Athías
Escritora, profesora y editora
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Este mes de mayo que tiene la impronta de ser largo como la sinuosa esperanza, es también el mes de la Virgen en un país en el que es posible ver hombres devotos en procesiones, con el rostro compungido adorando a mujeres santificadas, pero luego van a asesinar a las mujeres tangibles con las que conviven. En este mayo he pensado en mi madre, cómo no. Ha sido la música quien siempre me arranca su rostro y maneras de actuar del olvido de la muerte. Las músicas que le gustaban: vallenatos, rancheras y bullerengues. De ellas estaba hecha mi madre y muchas madres que conozco. Porque esas músicas hacen de los pensamientos, de los actos y de las ideas objetos físicos con la profundidad de lo elemental: “Oyeee, Dolores tiene un piano/ ooooohhh, Dolores un piano/ con sus teclas nacaradas (…)”, canta Totó, y mientras lo reitera durante todo el canto es posible configurar ese piano de teclas nacaradas, imaginar a Dolores tocando el piano, oír la melodía que Dolores toca para un público.
Una o dos frases conforman el mundo que crea un canto de bullerengue, sin retruécanos ni juegos artificiosos de palabras: la parquedad del decir honesto. Igual sucede con el reducido número de instrumentos para interpretar: la voz tristísima y cadenciosa, las voces que contestan, aunque en realidad repiten el verso, el tambor llamador macho, el tambor alegre hembra, la tambora, las maracas, las palmas y las tablas. Todos los instrumentos responden a un golpe más que a una melodía, tal vez porque la única cadencia fluye en la voz de la cantadora en su sufrir.
Las cantadoras (Etelvina Maldonado, Petrona Martínez, la niña Emilia, Ceferina Banquez) le han cantado a su dolor de mujeres y de madres llenas de carencias, pero así mismo de imaginación, y lo hicieron con la belleza del tambor que invita a bailar. Es muy difícil para un andino entender que en estos versos del bullerengue no hay símbolos, ni lecturas entre líneas. Cada composición es espejo sin doble fondo de una vivencia pura. Esta transparencia es lo más cercano a la creación poética pura por lo visceral, porque se canta aquello que se vive sin más adorno que la voz y los parcos instrumentos. Así, cuando Petrona Martínez canta: En los Montes de María eso sucedió señores/ estaba llorando un niño/lamentando sus dolores/(..) ¿Qué lloras bebé, dime qué te duele? /Porque se murió mi madre/ no tengo quién me consuele/”. Seguramente ese niño ha jugado con sus hijas o fue un vecino del que Petrona tuvo noticia cierta. Ella entonces es su madre cantando la muerte de la madre del huérfano.
Cuando Etelvina Maldonado canta con sapiencia y seguridad: Déjala llorá, déjala que llore/ porque si ella es buena, caramba, /algún día se viene/ déjala llorá, moreno, déjala que llore /que eso le conviene/ … intenta consolar al marido abandonado por la compañera que ahora está arrepentida. Y estos personajes son personas, no son ninguna entidad abstracta, son sus conocidos, sus amigos, a los que ha visto padecer la pelea conyugal. Vida e idioma juntitos, tomados de la mano para bailar y cantar.
El bullerengue sentao (los otros dos, un poco más alegres son el fandanguito y la chalupa), esa forma cantada de la melancolía que se caracteriza por ser un lamento, un baile en el que el cuerpo y la cara se transforman hasta elevar el sufrimiento como en una suerte de éxtasis, el cuerpo se retuerce, las mujeres se soban vientre y senos, se agachan y se levantan como si un dolor físico, un déjame está las agobiara: ¿Por qué me pegas?, ¿por qué me pegas mamita? / ¿Por qué me pegas? / ¿Por qué me pegas, madre mía eeh? / ¿Por qué me pegas mamita, hombe? / ¿por qué me pegas mamá, ay hombe/ con ese juete tan duro, hombe/.
Para recordar a la madre que se murió, en este mes, bueno es bailar con la niña Emilia porque todas (o muchas) somos como el Coroncoro.
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