
Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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Especial para El Quinto
Gustavo Petro llegó al poder con una promesa que caló profundamente en un país cansado: transformar las estructuras del Estado y devolverle la esperanza a los más vulnerables. Habló de “cambio”, de “paz total”, de “vida digna”, y de un nuevo pacto social donde la justicia, la equidad y la transparencia fueran el eje. Promesas esperanzadoras que convencieron a un poco más de la mitad de los colombianos que podían votar (50,44%).
Pero, cumplida un poco más de la mitad de su mandato, la distancia entre el discurso y la realidad es abismal o cuando menos, decepcionante.
La inseguridad es quizá el síntoma más visible de un gobierno que perdió el control del territorio. Los homicidios, hurtos y extorsiones se multiplican, mientras la promesa de “paz total” se convirtió en una negociación sin norte. Los grupos armados no se desmovilizan: se rearman, se expanden y se fortalecen. La ciudadanía, una vez más, queda atrapada entre el fuego cruzado de la violencia y la retórica gubernamental. Dirán algunos que la inseguridad es responsabilidad de los mandatarios locales. Sí y no, porque la presión de la pérdida del territorio en lo rural tiene su correlato en las urbes y casi que sus franquicias.
En lo económico, la historia no es más alentadora. El costo de vida se disparó, los alimentos se encarecieron y la incertidumbre ha venido desincentivando la inversión. Las decisiones improvisadas han erosionado la confianza empresarial y empujado al país a un escenario de menor crecimiento. Y mientras tanto, el discurso de justicia social se diluye en la frustración de millones de hogares que sienten que el cambio prometido solo se tradujo en un nuevo tipo de desigualdad: la de las oportunidades perdidas.
El manejo de sectores clave como la salud y la educación refleja una preocupante falta de dirección. La reforma a la salud, en lugar de fortalecer el sistema, sembró miedo y caos institucional; hoy millones de usuarios se quejan de no recibir los medicamentos que hace ya no solo semanas sino meses les fueron recetados y las citas con especialistas de demoran mucho más en ser programadas, especialmente en las intervenidas por el Gobierno. En educación, los paros de docentes, la escasez de recursos y el deterioro de la calidad son la evidencia de que el “nuevo contrato social” nunca llegó a las aulas. El fortalecimiento de la educación pública no debería ser sobre la base de atacar a la educación privada y culparla de imperialista.
A esto se suma la inestabilidad política: más de 60 cambios en el gabinete ministerial son la muestra de un gobierno sin cohesión, atrapado en luchas internas y decisiones erráticas. Cada cambio de ministro ha significado un reinicio, una pausa en la acción y una pérdida de tiempo que el país no puede permitirse.
Por otra parte, el discurso anticorrupción, bandera central de su campaña, naufragó entre los escándalos que rozan incluso su círculo más cercano. Las denuncias que involucran a su hijo Nicolás Petro mancharon desde el inicio del mandato, el relato moral del cambio, dejando a la opinión pública con la sensación de haber asistido a una repetición de la historia que juramos no volver a vivir.
Pero a ese se han sumado muchos otros casos que no encuentran respuestas satisfactorias como el enriquecimiento del esposo de la vicepresidente Francia Márquez, el aumento del patrimonio de ella misma; los contratos millonarios del esposo de Laura Sarabia por aproximadamente 50.000 millones; los contratos de la pareja del presidente de Ecopetrol; los contratos por cerca de 20.000 millones de pesos del esposo de la ministra Irene Vélez… algunos me dirán que ese tipo de cosas han ocurrido en todo los gobiernos de derecha que le han precedido. Y puede que sí, pero es que se suponía que esto jamás iba a pasar en “el gobierno del cambio”
Y mientras tanto, el campo ambiental —uno de los estandartes del petrismo— quedó atrapado entre la demagogia y la ejecución deficiente. El compromiso con la transición energética, la protección de los páramos y la reducción del extractivismo parecen hoy promesas sin sustento. En lo que sí ha cumplido el Presidente es en su empeño en trabar la explotación de hidrocarburos, lo cual por supuesto tiene preocupados a millones de personas en las áreas de influencia y eso ha llevado a que incluso las directivas del poderoso sindicato de la USO estén pidiendo revisar esas decisiones tan radicales por el detrimento que eso está generando en el territorio, algo que he podido comprobar con mis propios ojos en Puerto Wilches y Barrancabermeja.
Lo más grave, sin embargo, no es la suma de los errores, sino la erosión de la confianza ciudadana. Cuando la palabra del Presidente deja de ser garantía, la democracia se debilita. El capital político del cambio, que nació del entusiasmo y la esperanza, se desvanece ante la realidad de un gobierno que parece buscar gobernarse a sí mismo antes que al país.
Colombia necesita reformas, sí, pero también necesita coherencia, humildad y resultados. No basta con culpar a los medios, a la oposición, a los predecesores o a los “enemigos del cambio”. Gobernar es responder con hechos, no con hashtags. Y si algo nos deja esta experiencia, es la lección de que las transformaciones verdaderas no se decretan: se construyen, día a día, con rigor, empatía y resultados medibles. Quiero ilusionarme con que en lo que resta de su gobierno, el presidente Petro hará algunos de los cambios prometidos y que sí le puedan servir a los colombianos, pero la verdad es que el reloj le juega en contra, así como la ya muy minada credibilidad.
El cambio se prometía en discursos, pero se esperaba en hechos. Y hasta ahora, los hechos no alcanzan. El cambio se quedó en cambio de turno… “Ahora nos toca a nosotros”.
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