
Marian Acevedo
Estudió Derecho y Comunicación Social. Es facilitadora de procesos humanos conscientes
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Francisco no se sentó en tronos: caminó con los últimos, abrazó con ternura y dejó una revolución que no hace ruido, pero que transforma
Cuando Jorge Mario Bergoglio eligió llamarse Francisco, ya estaba enviando un mensaje. No buscaba adornar su pontificado, sino marcar una dirección. Escogió el nombre de Francisco de Asís, el hombre que vivió con humildad radical, que se despojó del poder para abrazar la fragilidad de los demás, y que habló a los pobres, a los animales y a la tierra con el mismo respeto. Fue un acto de insurgencia silenciosa: desafiaba siglos de verticalidad eclesiástica para instaurar una horizontalidad revolucionaria. No fue solo un cambio de nombre, sino un acto simbólico, profundamente disruptivo, que cambiaba todo el paradigma del poder y autoridad que le gusta ostentar a la Iglesia.
Ese gesto marcó toda su trayectoria.
No hace falta ser católico, ni creyente, para sentir que con su muerte se apaga algo más que un líder religioso. Se va una voz moral lúcida que no hablaba desde sus propios intereses ni desde una ideología partidista, sino desde una conciencia profunda y coherente centrada en el cuidado del otro, la justicia, la dignidad humana. Se va un símbolo: el de una autoridad que, incluso en medio de estructuras milenarias, parecía recordar que su misión era cuidar personas, no perpetuar el mausoleo de prohibiciones que distanciaban lo divino de lo humano.
Bergoglio tampoco vino a prometer milagros, sino a mostrar gestos. Habitando un mundo que sigue alabando líderes narcisistas y normaliza cada vez más la banalidad, él, en actos sencillos —lavar los pies de prisioneros, renunciar a vivir en palacios, abrazar a migrantes rechazados— decía más que mil doctrinas.
Fue un Papa que guiaba con ejemplo. Como debía ser.
Sus actos instalaron cambios reales. Desde el principio, renunció al apartamento papal y eligió la residencia de Santa Marta. Lavó los pies de mujeres musulmanas en una prisión de Roma. Visitó las zonas más pobres de América Latina. Se refirió a los homosexuales preguntando: “¿Quién soy yo para juzgar?”, desmontando siglos de condenas y rigideces. Descartó el trono para sentarse en la mesa común. No habló desde arriba, sino desde la fragilidad compartida.
Aunque fue etiquetado por algunos como “el Papa de izquierda”, esa es una simplificación que revela más de nuestras categorías políticas que: de su pensamiento. Su postura simplemente era la de la ética del cuidado y la justicia. Criticó un modelo económico dominado por la lógica del lucro por encima de la vida —“una economía que mata”— y condenó la especulación financiera como una forma moderna de asesinato. Más que un papa de izquierda, fue un líder con conciencia. Aunque, si ser de izquierda es defender la vida, la justicia, la compasión y la dignidad humana, entonces sí: definitivamente lo era.
Su encíclica Laudato Si’ fue uno de sus gestos más audaces. No se limitó a invitar al reciclaje o a prácticas “sostenibles” de consumo. Cuestionó el corazón mismo del modelo económico basado en el crecimiento perpetuo, la explotación de la naturaleza y la indiferencia hacia las generaciones futuras. Señaló que la crisis ecológica no es una crisis técnica, sino moral: hemos olvidado que la Tierra no nos pertenece. Religiosos y no religiosos, todos encontramos aquí un terreno común: la urgencia de proteger nuestro hogar antes de que sea demasiado tarde. Francisco nos dejó este llamado claro: ¡cuidar la vida no es una opción ideológica, es una obligación ética universal!
Por fin una autoridad papal nos recordó que, como seres humanos, no tenemos derecho divino a explotar a los demás seres vivos de manera tan cruel y despiadada. Pues, a lo largo de siglos, la Iglesia torpemente ha reforzado lecturas como la de Génesis 1:26 —“Y creó Dios al hombre a su imagen… y le dijo: dominen sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra”— que, mal interpretadas por la mayoría, pareciera que nos indican que tenemos la autorización divina para subyugar a todo el que no se nos parezca, esclavizándolo y torturándolo sin ningún control ni mesura. Francisco rompió ese paradigma —¡por fin!—: enseñó que el verdadero dominio de la naturaleza es el cuidado, no la dominación; la custodia, no la explotación.
Este Papa entendió mejor que nadie las heridas invisibles del mundo contemporáneo. Más que nunca, se mostró como un líder inclusivo: acogió a los descartados, a los alejados, a los que la propia Iglesia había marginado durante siglos, porque redefinió prioridades: la misericordia por encima de la norma, la persona por encima de la abstracción moral.
Por supuesto, no todos aceptaron ese giro. Los sectores más conservadores dentro y fuera de la Iglesia no le perdonaron. Lo acusaron de sembrar confusión, de hablar demasiado sobre pobres y migrantes y poco sobre otros temas tradicionales. Lo llamaron populista, relativista, traidor. Y él, fiel a su estilo, respondió sin batallas: con paciencia, con persistencia, con la convicción serena de quien sabe que el tiempo es más sabio que el escándalo.
Recordemos uno de los actos más valientes y determinantes de su pontificado. Ocurrió en Chile, donde la Iglesia venía arrastrando una de las crisis más graves de su historia reciente. Allí, durante su visita en 2018, Francisco se enfrentó a las denuncias masivas de abusos sexuales cometidos por sacerdotes y al encubrimiento sistemático por parte de altos jerarcas eclesiásticos. Al principio, cometió el mismo error que durante décadas cometió la Iglesia: defendió a un obispo acusado de complicidad, desestimando públicamente las voces de las víctimas. Pero en un giro sin precedentes, reconoció su equivocación, pidió perdón con humildad desarmante y envió una investigación que destapó una cultura estructural de encubrimiento. El resultado fue histórico: todos los obispos de Chile ofrecieron su renuncia y muchos fueron removidos. No fue un gesto simbólico; fue la demolición de un pacto de silencio que había protegido a agresores durante años. Al hacerlo, Francisco no solo restituyó dignidad a las víctimas, sino que estableció un nuevo estándar moral: que ninguna institución —ni siquiera la Iglesia— puede anteponer su reputación a la verdad ni a la justicia. Ahí, en Chile, dejó claro que no bastaba con pedir perdón: había que hacer justicia, limpiar la casa y empezar de nuevo. Y ese principio marcó un punto de no retorno en la historia eclesiástica contemporánea, para bien de todos.
Ahora que ya no está, no queremos preguntarnos si su legado se mantendrá o no: hay que asegurarnos de que se sostendrá, y seguirá avanzando. Sería imperdonable retroceder ahora que, gracias a él, se abrieron caminos de mayor compasión, justicia y humanidad. Quien pretenda hacer lo contrario, no solo estará ignorando toda la labor de Francisco, sino que desperdiciará el único puente real que la Iglesia ha tendido en un mundo cada vez más escéptico y herido.
Porque lo que dejó Bergoglio no fue un dogma, sino una actitud. Una pedagogía de la ternura. Una manera de ejercer liderazgo basada en el servicio, no en el privilegio. Un estilo de autoridad que no teme la vulnerabilidad porque sabe que allí reside la fuerza más profunda.
Por eso no hay motivos para entristecerse. Francisco tocó conciencias más allá del Vaticano. Inspiró a jóvenes, a activistas, a líderes comunitarios. Acercó a la Iglesia a quienes más lejos estaban de ella: a los escépticos, a los decepcionados, a los que ya no esperaban nada. Humanizó una institución que parecía inaccesible, la hizo cercana, amable, menos juez y más casa. Comprendió el lenguaje del mundo moderno y habló a los jóvenes en su idioma: no con prohibiciones, sino con preguntas. No con condenas, sino con abrazos. Nuestro Papa se fue, pero nos dejó definitivamente buenas semillas para construir un mundo mejor.
No es necesario santificarlo. Basta con no abandonar lo que ayudó a construir.
Francisco ya no está. Pero somos muchos los que con él pudimos imaginar un mundo mejor —más justo, más tierno, más consciente— y con su legado, y seguramente con gran dificultad también, seguiremos trabajando en ello. No hace falta ser católico o religioso para desear eso. Basta con habitar la vulnerabilidad compartida que nos define, y que afortunadamente, para la gran mayoría es fácil sentirla.
Al final, Francisco regresó a la esencia misma del nombre que eligió: un llamado a la simplicidad radical, al cuidado de la casa común y a la fraternidad universal. Nos mostró que la verdadera autoridad no radica en proclamaciones dogmáticas, sino en la coherencia de vida.
Su legado nos recuerda que incluso las instituciones más antiguas pueden evolucionar cuando se atreven a volver a sus fundamentos más humanos. Y que todos, creyentes o no, compartimos una responsabilidad común: construir un mundo donde la empatía tenga más peso que el poder.
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