
José Aristizábal García
Autor entre otros libros de Amor y política (2015) y Amor, poder, comunidad (2024)
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La inteligencia artificial (IA) nos trae muchos aspectos positivos y beneficios. La sola capacidad de almacenar y clasificar miles de millones de datos, relacionarlos entre sí y escribir con ellos lo que piensa, en menos de un milisegundo, ya es una ayuda inmensa a la inteligencia y a la elaboración de ideas y textos, con lo cual reemplaza unos trabajos y otros los hace menos dispendiosos. Por ejemplo: ahora ella me ha estado ayudando con algunos datos para este artículo.
Pero, como cualquier otra herramienta o tecnología, la IA no puede ser ajena o escapar a los determinantes del contexto de las relaciones sociales y económicas en las que nace y crece. Y en ese entramado de relaciones, se encuentra concentrada entre las manos de unos pocos dueños corporativos privados, inmersos en una competencia brutal por capitalizar y acumular aún más dinero y más poder de dominación en el mundo.
Ella no es inmaterial, sus plataformas no flotan en “la nube” y tampoco es limpia. Para su funcionamiento, requiere de portentosas estructuras físicas de super computadoras de alto rendimiento con grandes capacidades de memoria, almacenamiento y velocidades de procesamiento. Requiere de chips, tarjetas gráficas, robots y humanoides. De instalaciones seguras, cables y conexiones de red ultrarrápidas. Y todo ello exige largas cantidades de materiales, de energía, en su mayor parte procedente de combustibles fósiles y genera ingentes cantidades de desechos tóxicos: produce un 4% de los gases del sobrecalentamiento global que están poniendo en riesgo la vida en el planeta.
Ella hace parte de ese extractivismo, pero también empuja al extractivismo no menos brutal de los cuerpos y las mentes: usa unos algoritmos para capturar la atención de las personas, volverlas adictas y, a través de sus datos y redes sociales, extrae de ellas todas las fuerzas y potencialidades humanas hasta el agotamiento. Con su capacidad de ubicar y rastrear a cada individuo, personaliza sus mensajes, se dirige a cada uno por su nombre, se apodera del deseo, lo expropia. Al inducirlo a mantenerse conectado a la pantalla del celular el mayor tiempo posible, genera una cultura de la distracción y la dependencia, marchita sus energías afectivas y amorosas y la persona pierde su conexión consigo misma, con los demás seres vivos y el mundo natural. Esto es una mayor alienación y la pérdida de la autonomía individual y colectiva.
Ella puede llevar a colonizar Marte, como lo han prometido Musk y Trump, mas no te va a enseñar el amor a la vida para cuidar y reparar a la Madre Tierra. Ella te puede redactar una crítica al consumismo, no obstante, en las imágenes y palabras de cada click, lo está practicando e induciendo.
En lo último que queda de la democracia liberal, que son los espectáculos electorales, sus máquinas de propaganda automatizada y sus enjambres de robots manipulan las emociones, la opinión pública y cambian los comportamientos de los votantes. La documentación existente sobre la empresa Cambridge Analytica, ha demostrado cómo lo hizo en los casos del referéndum del Brexit en Reino Unido, la primera elección de Trump (2016), la de Bolsonaro (2018), así como en Kenia, India y otros países.
Por un lado, con su uso indebido de datos de Facebook y técnicas avanzadas de “microsegmentación”: a través de la captura o la compra de esos datos, e identificando sus gustos, creencias políticas y rasgos de personalidad, ella es capaz de adaptar e individualizar automáticamente sus mensajes a ciudadanos concretos o grupos pequeños, según donde vivan, trabajen o se reúnan. Así, ella puede hacer millones de predicciones por segundo y caerle preciso al votante.
Por otro lado, a través de bots (programas informáticos para realizar tareas automatizadas sin intervención humana) y de trolls (personas o cuentas que publican comentarios provocativos u ofensivos con la intención de generar reacciones emocionales, conflictos o discusiones innecesarias) difunde masivamente noticias falsas y sesgadas para ensuciar o desacreditar a los rivales políticos.
Uno de los campos en que la IA ha logrado mayores avances es el de su aplicación en las guerras y las nuevas armas “inteligentes“ y “autónomas”. En los drones de combate autónomos, aviones, submarinos y barcos no tripulados, misiles hipersónicos, robots militares, armas nucleares y sistemas de defensa aérea. En las guerras de Rusia frente a Ucrania-EEUU-OTAN y de Israel-Palestina, que han estado al borde de una guerra mundial termonuclear, ella ha jugado un protagonismo destacado. Además, soportamos un sistema de control digital total que nos escucha y vigila día y noche. Cada uno camina con un dispositivo de rastreo las 24 horas del día. Si te consideran un tipo peligroso, sospechoso de terrorismo, estés donde estés, en unos pocos minutos te pueden ubicar, lanzarte un dron y asesinarte. O imagínate que en una protesta social te manden encima una jauría de perros-robots con unos colmillos largos y afilados. Esto pone en riesgo las libertades y podría conducir a un totalitarismo digital.
Dime de quién son los algoritmos y te diré de quién es esa “Inteligencia”. Su timo está en que, como toda máquina que reproduzca ideas y pensamientos, ella tiene que ser entrenada por el pensamiento de unos humanos. El timo es que te dice que puede hacer poesía y te hará unos versos, igual unas rimas con alguna cadencia. Puede incluso describirte cómo es un orgasmo y venderte una muñeca o muñeco de plástico.
Pero la barrera que no puede cruzar, la que nos puede salvar de la idolatría a la tecnología, es que nunca podrá dominar por completo la psique, el espíritu humano, el inconsciente, ese magma de la imaginación radical. Ni entender esa memoria ancestral de donde vienen los poderes del amor, ni la humildad ante el misterio de lo que nos es incognoscible.
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