
María del Mar Obando Boza
Editora, diseñadora, docente y mala madre.
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“Madre solo hay una” y a todas nos quieren encerrar en el mismo molde
Semanas antes del primer Día de la Madre que recuerdo, a todo mi primer grado le entregaron una tarjeta que debíamos colorear para ofrecerla como regalo a nuestra “dadora de vida” la mañana de su celebración. Era de cartón azul con la imagen de una mujer sonriéndole a un niño que sostenía en el regazo. Al abrirla me confundió el mensaje: “Para mi madre amorosa, cariñosa y dulce”. Inmediatamente caminé angustiada hacia el escritorio de mi maestra y se la devolví diciéndole que habían cometido un error, me entregaron la tarjeta de otra persona porque, en mi casa, el amoroso, cariñoso y dulce era mi papá. Solicité, con educación, que me entregara la mía. Una que describiera con sinceridad a la mamá que observaba todos los días.
La Niña Xinia se rio, conocía a mi madre porque asistían a la misma iglesia, yo no entendí qué le había hecho gracia ni por qué insistió en que esa era mi tarjeta.
Resignada, la pinté, pero nunca se la di.
En mi mundo al revés, los hombres eran los cariñosos. Los abrazos de mi papá me despertaban y dormían de lunes a viernes, repitiéndose en dosis espontáneas durante los feriados, vacaciones y fines de semana. Bien pudo haber sido un canguro o su reencarnación tropical. Mi mamá, por el contrario, era esquiva como los imanes de polos idénticos. Había que perseguirla sigilosamente y acercarse con lentitud para sentir su compañía. A esa edad me era desconocido que su forma de amar consistía en levantarse muy temprano para darle clases de español a cientos de adolescentes insufribles y cobrar cada quincena por ese martirio para asegurarle a su familia: casa, comida y lo que fuera urgente.
Pero mi lógica infantil no quiso aceptar su distancia, ideé un plan rémora infalible y me pegué a sus actividades como si nunca me hubieran cortado el cordón umbilical. Mamá en la iglesia, yo en la primera banca, mamá tomando café con las vecinas, yo jugando cerca de la mesa, mamá dando clases, yo sentada en un pupitre sin tener edad para comprender el tema, mamá en consulta con su psiquiatra, yo esperándola mientras leía una colección de libritos tétricos sobre la vida de una señora más salada que el último maní de la bolsa. Estaba empeñada en no perderla de vista, interpreté su falta de afecto físico como un rechazo y decidí que poco me importaba que no me quisiera si yo la quería tanto (solo los piscis entenderán).
Incluso, logré burlar al que creí su plan maestro para perderme: olvidarme un día a la salida de la escuela.
Recién desaparecida la carrera de escolares contra el portón buscando quien los llevara a su casa, ubicaron en una esquina a los que nadie reclamó. Entre juegos para matar el tiempo y la preocupación de volvernos cada vez menos, crecía mi sospecha acerca de las intenciones de mi madre. Pero, una vez más, no le permitiría cumplir su cometido. Mi casa se encontraba a poco menos de un kilómetro, aunque esa distancia a los seis años parece un viaje trasatlántico. Decidida a llegar sola, le indiqué al guarda que me abriera el portón. De pronto, mi valor me volvió gigante. Una pulga de metro veinticinco agrandada por la rabia del abandono. No te vas a deshacer de mí, no te vas a deshacer de mí, repetía para acallar el miedo de mis zapatitos subiendo la calle principal. Pero al llegar al cruce, mi voluntad se quebró. El paso de camiones, que amenazaban con volverme una alfombra de vísceras multicolor, exacerbó las ganas de llorar que guardaba desde que no vi a nadie conocido en el portón de la escuela.
La escena era triste: una niña de dos colitas con enagua de paletones ahogada en llanto y mirada de desesperanza absoluta. Tal vez, por esa razón, cruzó compasivo un hombre que trabajaba en la construcción diagonal a mi tragedia.
—¿Qué le pasó, mamita?
—¡No llegaron por mí a la escuela!
—¡Ay, Dios mío! ¿Y usted sabe en dónde vive?
—Sí.
—¿Quiere que yo la lleve?
Le entregué mi mano de inmediato. Sus compañeros de trabajo compartían miradas de angustia. Imaginaban que su destino sería llegar a la puerta de mi casa y morir al ser confundido con un sátiro, un secuestrador, un violador o cualquier epíteto que caracteriza a un hombre adulto cercano a una niña sin parentesco.
Mientras recorría de su mano mis lugares conocidos, la alegría me volvía al cuerpo. Al llegar me recibió mi abuelita que, al verme con un desconocido, se quedó muda de la impresión.
—No se preocupe, señora. La traje porque al llegar a la calle ancha se sintió muy sola y comenzó a llorar.
—¡Ah, bueno! ¡Gracias! ¡Gracias! —le respondió mi abuela no muy convencida de lo que acababa de suceder.
Ahora me tocaba esperar la frustración de mi mamá al ver su plan fallido. Sin embargo, su actitud me sorprendió. Llegó corriendo a la casa alterada por lo que le contó mi abuelita, me palpó de pies a cabeza comprobando que no me hacía falta ninguna parte y llamó por teléfono a todos los implicados en ir a traerme para regañarlos como su Dios manda.
No parecía estar fingiendo, su sobresalto revuelto con alivio era muy real. Fue la primera premisa de otras tantas que iban a demostrarme, con el tiempo, que las formas de querer son diversas y que las madres somos singularmente humanas.
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