
Gustavo Melo Barrera
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Dicen que América Latina no repite la historia: simplemente la ensaya una y otra vez hasta que logra perfeccionar la dictadura como si fuera una telenovela. Y parece que ya nos salió el libreto redondo. Bienvenidas las nuevas tiranías. Se acabaron los golpes de Estado con tanques y generales con gafas oscuras. Hoy los dictadores llegan bailando, con buena iluminación y millones de likes.
Porque si algo ha aprendido el autoritarismo latinoamericano versión siglo XXI es que la opresión entra mejor si se sirve con storytelling emotivo, edición vertical y remix de discursos de Bolívar, Perón y Bukele.
Desde México hasta Argentina, pasando por El Salvador, Nicaragua, Venezuela y sus versiones beta en Brasil y Colombia, el continente ha entrado en una especie de Black Friday democrático: los líderes compran poderes ilimitados con ofertas en votos baratos y promesas imposibles, y los pueblos felices porque al menos el delivery sigue funcionando y el presidente les responde los comentarios.
El dictador 3.0
Las nuevas tiranías no se parecen al modelo soviético ni al tropical estilo Fidel. Son mutantes: dictaduras con diseño escandinavo y alma bananera. En El Salvador, Nayib Bukele ha convertido las cárceles en parques temáticos del castigo colectivo. Mientras muestra drones, uniformes de preso y tatuajes criminales en cadena nacional, como si fuera un capítulo premium de Narcos: The Redemption.
Nicaragua, por su parte, es como una tía borracha que no quiere irse de la fiesta. Ortega gobierna desde la sala de su casa,
Ya controla el clima, la iglesia y el apellido de los niños por nacer. En Venezuela, Maduro sigue desafiando todas las leyes de la economía, la física y la vergüenza internacional. Es un milagro antigravitacional: no hay país, no hay gasolina, no hay justicia… pero él ahí sigue, como si se alimentara de las sanciones.
¿Por qué amamos al tirano?
La pregunta real no es por qué los tiranos vuelven, sino por qué nos fascinan tanto. Promete orden en medio del caos, y como la democracia en la región nunca ha aprendido a defenderse sin quedar en ridículo, el caudillo se impone con más carisma que argumentos.
Mientras los congresos discuten si aprueban una ley para nombrar la flor nacional o para cambiar la contraseña del Wifi institucional, el autócrata se graba caminando entre ruinas, prometiendo refundar la patria… con fondos del FMI y aplausos de TikTok.
Y lo más trágico –o hilarante, si ya perdiste la fe– es que la gente lo elige. Lo ovaciona. Le compone corridos. Se tatúan su cara. Le perdonan todo. Porque en América Latina no importa si un líder es autoritario mientras hable bonito, reparta algo, o por lo menos culpe a “los de afuera”.
El Club de las Nuevas Tiranías
Hoy existe un club no tan secreto de autócratas carismáticos. Bukele preside el comité de redes sociales; Ortega lidera el de censura vintage; Maduro, el de resistencia mágica sin presupuesto; y Milei, con su motosierra y su diccionario libertario, encabeza el comité de “cosas que suenan muy épicas pero que nadie entiende”.
¿Para dónde va América Latina?
Fácil: hacia donde le griten más fuerte desde el poder. Aquí no gana el más preparado, sino el que mejor se victimiza, el que llora en cadena nacional y al mismo tiempo firma decretos que harían sonrojar a Stalin. Gobierna quien tenga la banda presidencial más ancha para esconder su cinismo.
Pero ojo: también hay resistencia. Hay jóvenes que protestan, periodistas que escriben bajo amenaza, pueblos indígenas que defienden sus territorios, y ciudadanos que, entre memes, sarcasmo y marchas a media cuadra, aún creen que la dignidad no se privatiza.
Epílogo: Petro, el último mesías antes del apagón institucional
En Colombia, donde los expresidentes terminan en los tribunales, los generales en Miami y los congresistas en fundaciones “anticorrupción”, la llegada de Petro al poder fue para muchos una anomalía histórica. No es perfecto, pero tampoco viene de clanes, ni de apellidos con finca y notaría incluida.
Para millones de colombianos, Petro es el hombre que llegó a desafiar a los dueños del país: los Char, los Gnecco, los empresarios que lavan más que las EPS, y los políticos que llevan 30 años robando sin una multa de tránsito.
¿Dictador? Difícil. Apenas logra que le aprueben una reforma sin que le saboteen la sesión o le tumben al ministro de turno. Si esto es una dictadura, es la peor organizada de la historia. Tiene más caos que control, más enemigos que decretos, y más memes que gobernabilidad.
Y sin embargo, Petro encarna una esperanza genuina: la de que el Estado deje de ser una franquicia de la corrupción. Lo quieren reelegido, porque es el primero que intenta apagar el incendio con agua, no con selfies, promesas vacías o tanquetas.
Si fracasa, no se va solo: se lleva consigo la posibilidad de que Colombia cambie sin fusiles ni notarios mafiosos. Y eso es lo que más preocupa a sus enemigos: que, por primera vez, la esperanza sí les está quitando el negocio.
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