
Marian Acevedo
Estudió Derecho y Comunicación Social. Es facilitadora de procesos humanos conscientes
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El 2 de abril de 2025, Donald Trump volvió a hablarle al mundo como si estuviéramos en 1950. Anunció nuevos aranceles unilaterales contra 185 países, convencido de que Estados Unidos se enriquecerá cerrando sus puertas, castigando a sus socios y abrazando una versión desfigurada del nacionalismo económico. En su lógica, protegerse es sinónimo de prosperar. Pero esa visión, además de anticuada, es profundamente equivocada. No solo porque ignora la historia, sino porque subestima al mundo actual y a su propio país.
Cuando Trump inició su guerra comercial contra China en 2018, el objetivo era reducir el déficit comercial de EE. UU., repatriar empleos industriales y «recuperar la soberanía económica». Lo que terminó ocurriendo fue lo contrario: las importaciones desde China bajaron, sí, pero fueron reemplazadas en gran medida por importaciones desde otros países asiáticos, no por producción local. El déficit comercial no desapareció, solo se desplazó. A esto se sumó un aumento generalizado de precios para los consumidores estadounidenses, especialmente en sectores como tecnología, agricultura e insumos industriales. Peor aún: la incertidumbre generada por la guerra comercial debilitó las cadenas de suministro globales, frenó inversiones y obligó a muchas empresas a reestructurar sus procesos logísticos y productivos.
Pero Trump no parece haber aprendido nada. Cree que puede repetir la fórmula con más fuerza, como si el mundo funcionara todavía con una lógica de dominio por fuerza. Su visión es un anacronismo peligroso que ignora que el sentido del comercio ya cambió. En pleno siglo XXI, ya no se trata solo de reducir el precio de un producto o maximizar el PIB. Cada vez más consumidores, empresas y gobiernos están priorizando otros valores: sostenibilidad ambiental, derechos laborales, justicia fiscal, impacto social. No es una moda: es una evolución.
Empresas como Patagonia, cooperativas agrícolas en América Latina, plataformas de comercio justo en África o modelos escandinavos de economía circular no sólo sobreviven: prosperan. Y las economías que más crecen de manera estable —como los países nórdicos o Nueva Zelanda— lo hacen porque invierten en salud, educación, cohesión social e innovación, no porque se cierren al mundo.
Trump, por el contrario, ha demostrado sistemáticamente su desprecio por estos valores. Durante su primera presidencia, retiró a EE. UU. del Acuerdo de París, debilitó regulaciones ambientales, persiguió sindicatos y promovió industrias contaminantes. Nada indica que esta vez actuará distinto. Su retórica en 2025 no muestra compromiso alguno con la transición energética, ni con el bienestar humano, ni con la equidad. Al contrario, propone una idea de riqueza basada en la acumulación sin distribución, y en el castigo al otro como estrategia de poder.
¿Cómo puede prosperar una nación cuyo sistema educativo es de los más desiguales del mundo industrializado, donde millones de niños no acceden a educación de calidad? ¿Cómo puede fortalecerse un país cuya población sufre epidemias crecientes de obesidad, enfermedades mentales y adicción a los opioides, y donde gran parte del sistema de salud está diseñado más para facturar que para cuidar? ¿Cómo puede consolidarse una economía que desprecia a los inmigrantes, cuando han sido precisamente ellos —trabajadores agrícolas, enfermeros, constructores, ingenieros— los que han sostenido y dinamizado sectores enteros durante décadas? El capital humano, no los aranceles, es la base real de la riqueza nacional, y ese capital está siendo atacado desde adentro.
El mundo entero debería leer esta medida no solo como un acto agresivo, sino como una oportunidad histórica. Una señal clara de que el orden económico centrado en la hegemonía estadounidense está perdiendo legitimidad. Si Estados Unidos insiste en castigar al mundo, el mundo no necesita responder con más castigos, sino con inteligencia colectiva. Es momento de construir una nueva arquitectura de comercio internacional, una en la que los países se unan no solo por intereses económicos, sino por principios éticos: cooperación, equidad, sostenibilidad, soberanía compartida.
Desde América Latina no deberíamos asustarnos ante estas medidas de Trump. Durante décadas, nos han enseñado —en nuestras universidades, en nuestros medios, en nuestras élites— a mirar hacia Estados Unidos como si sus decisiones fueran órdenes divinas. Como si su modelo económico fuera el único posible. Como si su prosperidad fuera un destino inalcanzable que debemos imitar eternamente, aunque eso implique renunciar a nuestra identidad y depender de su aprobación.
Pero ya no. Esa narrativa ha caducado. Es hora de liberarnos de esa obediencia inconsciente. No son dioses: son una potencia enfrentando sus propias contradicciones. Y nosotros no somos pueblos subordinados, somos una región rica en diversidad, talento, creatividad, recursos y capacidad de reinvención.
Contamos con el 40% de la biodiversidad del planeta, el 30% del agua dulce mundial, y vastos territorios cultivables aún no degradados por la industrialización. Nuestra población joven —más del 60% de los latinoamericanos tiene menos de 35 años— representa una ventaja demográfica que países envejecidos como Japón o muchos europeos ya no tienen. Es una juventud con una riqueza intangible que el mercado aún no ha sabido valorar.
Es una juventud que, en su mayoría, goza de salud física, que valora el trabajo y tiene energía para emprender, crear, transformar. Es sociable, colaboradora, alegre y profundamente resiliente. Es una juventud que respeta la
familia como núcleo social, que encuentra en la música, la fiesta y el encuentro no una evasión sino una forma de reconstruirse colectivamente. Es una juventud que ha crecido en medio de dificultades, pero no se ha quebrado: ha aprendido a sortearlas, a buscar caminos, a hacer con lo que hay. Una juventud que quiere estudiar, que no espera soluciones mágicas ni caminos fáciles, porque nunca los ha tenido. Y eso también es riqueza. Tal vez la más profunda de todas.
Más allá de los clichés, en toda la región existen ecosistemas de innovación emergente: desde el desarrollo de software en Medellín, hasta agrotecnología regenerativa en Argentina, inteligencia artificial en Chile o modelos de banca popular en México. Y en lo social, abundan formas de economía colaborativa, redes solidarias, pedagogías comunitarias y tecnologías ancestrales que pueden dialogar con lo moderno sin perder su raíz.
Las teorías económicas más recientes, como la Economía del Bien Común (Christian Felber), la Economía Donut (Kate Raworth), y el enfoque de Capacidades Humanas (Amartya Sen), coinciden en lo mismo: el crecimiento económico sostenido no depende solo del comercio exterior ni de las inversiones masivas, sino de cómo se distribuye el conocimiento, cómo se fortalece el tejido social y cómo se cuida el entorno. Un país es rico cuando su gente tiene acceso a salud, educación, justicia y un entorno limpio donde crear y vivir. Y eso no se logra imitando modelos extractivos ni encadenándonos a tratados injustos.
Estudios del Banco Mundial y la CEPAL muestran que la inversión en innovación social, economía solidaria y educación técnica multiplica por tres el impacto en el crecimiento del PIB, frente a subsidios fiscales tradicionales a grandes empresas extranjeras. Y según la OCDE, los países con mayor bienestar subjetivo
—como Dinamarca o Finlandia— no son los que más exportan, sino los que mejor cuidan a sus ciudadanos y confían en sus instituciones.
No necesitamos más miedo. Necesitamos más imaginación política, más autonomía económica, más confianza en nuestro talento. América Latina no tiene por qué esperar que le abran las puertas. Podemos construir las nuestras.
Las nuevas generaciones deben entender que el mundo actual no es inevitable: es el resultado de decisiones equivocadas, muchas veces cobardes. Pero también deben saber que otro mundo sí es posible si lo diseñamos desde la inteligencia colectiva, desde el respeto por la vida y desde una nueva comprensión del bienestar, donde el desarrollo se mida no por lo que acumulamos, sino por lo que compartimos y cuidamos.
El modelo de Estados Unidos no caerá porque alguien lo derribe. Caerá solo si el resto del mundo decide dejar de imitarlo.
Y ese momento puede ser ahora.
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