
El Punk
Reportero político-musical
•
Hace unos días lo hablé con una amiga, de las de mirada profunda, de las que piensan despacio porque van a prisa: Claro que sí, compa. Condenaron a Uribe. Y eso no es poca cosa. En un país donde la impunidad ha sido la regla del juego, que un expresidente sea hallado culpable por fraude procesal y soborno es un sacudón histórico. Pero también es una advertencia: no fue condenado por paramilitarismo, sino por intentar manipular testigos para que negaran sus vínculos con los paras. Es decir: lo que se cayó fue la careta, pero el aparato sigue de pie.
Mientras en los medios se repite que “la justicia por fin alcanzó al uribismo”, en los territorios las balas siguen mandando. Y no como residuo, sino como estrategia de control. Porque aunque algunos nombres cambien y ya no se hable abiertamente de Autodefensas, el paramilitarismo sigue operando en Colombia. Cambió de rostro, se descentralizó, se mimetizó con el Estado local, pero no se desmovilizó nunca.
En las zonas rurales la situación es alarmante. En Tierralta, Córdoba, las AGC —Autodefensas Gaitanistas de Colombia— imponen reglas de tránsito, controlan horarios y obligan a las comunidades a acatar sus códigos. En Remedios y Segovia, Antioquia, el oro se extrae bajo vigilancia armada. En el sur del Cesar y el Bajo Cauca, la gente sigue siendo desplazada, extorsionada y asesinada. En Arauca, los enfrentamientos entre estructuras armadas con lógica paramilitar han recrudecido el conflicto y vaciado veredas enteras. El Estado, o no llega, o llega tarde, o llega acompañado.
Pero no es solo en el campo donde el miedo se organiza. En las ciudades también manda el plomo. En Bogotá, por ejemplo, hay barrios donde la lógica paramilitar no es un recuerdo sino un presente. En el barrio El Bicho, en Bosa, líderes juveniles han sido asesinados por intentar organizar procesos culturales. En Ciudad Bolívar, Usme y Suba, existen estructuras que controlan barrios enteros: cobran “seguridad”, regulan las ventas informales, y deciden quién puede hacer trabajo comunitario sin consecuencias. En Medellín, hay comunas donde los combos se presentan como asociaciones cívicas mientras mantienen el control social a punta de amenazas.
El paramilitarismo urbano no es nuevo, pero sí más difícil de detectar. Ya no se viste con camuflado ni se presenta con comunicados; se infiltra en juntas de acción comunal, se alía con redes clientelares locales y se oculta tras la fachada de la seguridad privada. Y mientras eso pasa, en los escritorios de la capital se aplaude una condena judicial que, aunque importante, es solo una pequeña grieta en una estructura mucho más profunda.
Por eso decimos: sí, hay razones para celebrar. Pero también para no ilusionarse. Porque si algo nos ha enseñado la historia colombiana es que el poder sabe reinventarse, y que el miedo no necesita nombre para operar. Lo que importa ahora no es solo el juicio a Uribe, sino el juicio que los territorios están esperando hace décadas: el juicio a la estructura paramilitar que controla vidas, tierras, economías y voces.
Y ese juicio no vendrá desde arriba. Vendrá desde abajo. Desde los consejos comunitarios que no se rinden, desde los colectivos juveniles que insisten en pintar murales en medio de la amenaza, desde los pueblos que siguen exigiendo verdad, justicia y reparación sin cooptación.
Así que sí: celebremos. Pero debemos saber que la verdadera derrota del uribismo no se mide en fallos judiciales, sino en el desmonte del poder armado que aún gobierna en muchos rincones del país. Y eso, compita, todavía está por hacerse. Gracias Chan por recordármelo
Deja una respuesta