Manuel Humberto Restrepo Domínguez
Profesor Titular de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Mesa de gobernabilidad y paz del SUE, Integrante del consejo de paz Boyacá, Columnista, Ph.D en DDHH, Ps.D en DDHH y Economía.
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Las guerras del siglo XX y las del XXI, tienen, cuando menos, dos elementos en común: son un medio – execrable, condenable e inhumano- de la lucha por el control de la población, el territorio y los recursos, y procuran producir el máximo daño posible a su adversario y a su entorno.
En ellas, se mata con sevicia, en medio de combates o a sangre fría a quienes no pueden defenderse. Se asesinan individuos, grupos de personas desconocidas entre sí, colectivos de humanos que tienen en común unas ideas políticas, pertenecen a la misma etnia o están en la misma etapa de sus vidas.
En estas guerras de ahora, se seleccionan presas, se cazan, se matan y recontramatan. Se destrozan cuerpos o se incineran con bombas o ácidos, se borran de la faz de la tierra. Se revienta a la gente en las calles, se banalizan las diferencias entre combatientes y civiles y entre niños o adultos.
Mientras tanto, y puede ser a la misma hora, en grandes eventos se exponen poderosos misiles con capacidad para transportar -a miles de kilómetros- ojivas nucleares cincuenta veces más potentes que las bombas atómicas de 1945. Es la exhibición de la crueldad posible con la que nos atemorizan y nos hacen sentir la absoluta impotencia de oponernos.
Pero también hay diferencias entre las guerras de uno y otro siglo.
Si el siglo XX fue testigo de guerras interestatales plenamente definidas, el siglo XXI lo es de conflictos asimétricos, ralentizados y tecnológicos. La otrora poderosa Organización de las Naciones Unidas (ONU) y el acatado Derecho Internacional Humanitario (DIH) del siglo XX, hoy, parecen derrumbados. Son, sobre todo, objeto de burla de gentes poderosas, que son o se consideran dueñas del mundo y muestran una ilimitada capacidad para acumular riqueza y generar sufrimiento.
ONU y DIH han evolucionado normativamente, pero retrocedido materialmente. Ninguna reglas, normas o leyes, logra detener el genocidio, el destierro o la hambruna, provocadas por las guerras. Ambos (ONU y DIH) enfrentan desafíos para los que no encuentran respuestas. Los conflictos se vuelven más complejos: las nuevas tecnologías transforman, tanto la lucha política, como los campos de batalla; cambian también la economía y los medios de comunicación, porque ambos se convierten en armas de guerra que producen horror, confusión y engaño. La diferencia que imponían ONU y DIH sobre civiles y combatientes es apenas un concepto y la proporcionalidad una excusa póstuma.
La sustancia de la guerra se mantiene, la conduce la lógica del mercado y cada muerto es una mercancía dada de baja, se saca del stock por inservible, entran en escena nuevas fuerzas, irrumpen novedosas metodologías y la ciencia de la guerra supera su arte y la estética de los guerreros. Pero, las guerras del siglo XX y las del siglo XXI presentan diferencias significativas en sus causas, métodos, actores, consecuencias y papel desempeñado por la ONU y el DIH.
Ahora hay ejércitos privados de contratistas del crimen, no son los simples mercenarios de antes y los drones asesinos hacen el trabajo de los antiguos francotiradores. La diplomacia, preparada en neuromarketing, habla para confundir, ocultar, evitar, dilatar y, sobre todo, para garantizar que los planes de la guerra y los negocios no se afecten. Los grandes teóricos de la estrategia militar, son los mismos autores que se usan para elaborar y ejecutar las estrategias de mercadeo.
No es de extrañar, entonces, que los daños causados por las guerras sean reparados por las mismas empresas con las cuales se ha tercerizado el crimen.
En el Siglo XXI las guerras ya no son entre iguales. En ellas no se guarda respeto por nada, carecen de normas. Como el mercado, como el capitalismo salvaje.
Los actores no estatales tienen el papel definitivo a la hora del combate. La guerra de hoy ocurre, más que todo, en entornos urbanos y con un uso de tecnología militar avanzada: drones, ciberataques y la reciente novedad sionista del asesinato a través de beepers y walkie talkies, que se dirige a matar a enemigos difusos, sin diferenciarlos de su entorno de civiles.
En estas guerras de hoy están involucrados actores no estatales, grupos insurgentes, milicias armadas y “la mano invisible” de transnacionales, financistas globales, empresas privadas de seguridad, ultraderechas políticas, que hacen tareas legales o ilegales, compran o venden armas, trafican droga, lideran negocios en bolsa. Son ejercito privado, grupo clandestino, accionistas en empresas, bancos, partidos políticos y controladores de Estados.
Después de la pandemia, la gente del común quedó con el miedo incrustado en sus huesos y con la promesa de éxito alentándole un futuro egoísta y sin sentido de humanidad. Por eso, esa gente, nosotros, pide más policía, más cámaras de vigilancia, más “orden” al que llama seguridad, aunque pierda sus libertades.
Esa seguridad y ese liberticidio no lo cometen los Estados, al menos no directamente. Con la tercerización de las actividades bélicas, resultan más potentes y efectivos los ejércitos privados que inician y desarrollan la guerra por contrato y esperan una prima de éxito si logran los objetivos pactados: cuántos muertos, cuánto daño económico, cuánto terror han generado y cuánta adhesión a sus ideas han obtenido; cuán inservible y desgarrado queda un país después del paso de los contratistas de la muerte.
Y así, señoras y señores ¿cómo y con quién se puede pactar una paz de larga duración? ¿Quién asumirá las responsabilidades penales y políticas por el daño causado?
La ONU ha desempeñado un papel importante en misiones de paz y en la creación de normas internacionales como el tratado de No Proliferación Nuclear (1968) que ya nadie atiende. También ayuda en la mediación de conflictos, emisión de sanciones internacionales y apoyo a las misiones de paz, pero crea desesperanza su falta de eficacia en detener conflictos prolongados como en Siria y Yemen. Peor aún: no sirve para detener el genocidio que cometen hoy los sionistas que gobiernan Israel.
La ONU tiene actualmente más de 90.000 cascos azules en misiones de paz alrededor del mundo sin mayores resultados contra la guerra.
Con la aplicación del DIH ocurre lo mismo: los convenios de ginebra (1949) y sus protocolos adicionales sentaron las bases de las reglas de guerra moderna, establecieron protecciones para prisioneros de guerra, heridos y civiles, se creó el tribunal de Núremberg (1945-1946) pionero en la rendición de cuentas por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, pero en el siglo XXI no ha logrado responder con eficacia y un único rasero a las nuevas guerra que ya se han descrito aquí.
La gran derrotada en todas las guerras es la población civil.
En las del siglo anterior los combates estaban más separados de la vida civil, pero los bombardeos aéreos, el holocausto, las dictaduras militares “made in usa” y las invasiones, afectaron a millones de civiles.
En las actuales, los civiles son objetivos y víctimas directas. No se respetan principios ni reglas. La comunicación es parte del campo de combate y las empresas de comunicación, fletadas, desarrollan la guerra sicológica.
Las superpotencias, no se enfrentan de manera directa, sino a través de terceros. En Medio oriente a través de la agresión que el Sionismo desarrolla contra Palestina y Líbano; en Europa a través del conflicto Rusia-Ucrania y en nuestra América Mestiza mediante el apoyo a los golpes de Estado contra gobiernos que, de verdad, combaten el narcotráfico y procuran construir un estado capitalista de bienestar.
Y las empresas de comunicación ahí, en todas las guerras, en todos los golpes de estado, duros y directos o blandos y encubiertos. Ahí, cumpliendo su labor de legitimar esas guerras y esas muertes; de promover y azuzar el respectivo golpe, alegando libertad de prensa.
La guerra no es lo que fue. Hoy es peor.
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