Carlos Gutiérrez Cuevas
Escritor e investigador
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Excepto una placa de piedra a mano derecha de la entrada a la catedral de Zipaquirá, nada recuerda en ese municipio que allí se vivió un momento culminante en la historia de las luchas populares en el mundo.
Los comuneros recibieron en esa plaza el juramento del arzobispo, en representación del poder –del real y el divino–, de cumplir y hacer cumplir los acuerdos alcanzados en favor de la población, en todos los confines del virreinato de la Nueva Granada.
Escritas en el castellano intrincado de los documentos notariales, la lectura del pliego con las 35 peticiones está llena de tropezones para quien las consulta hoy. No obstante, constituyen una pieza única en los enormes archivos coloniales, los que conservan hasta las más mínimas minucias burocráticas del régimen español en América.
La aprobación de las 35 peticiones es la prueba de la primera derrota nítida sufrida por cualquier monarquía europea en territorio americano. Fue el primer triunfo de los criollos en busca de la independencia. A diferencia de otros levantamientos, como el de Tupac Amarú, el movimiento comunero del Socorro logró que sus demandas fueran aceptadas sin modificaciones y sin condiciones.
Las capitulaciones firmadas en Zipaquirá el 8 de junio de 1781 recogen el acuerdo alcanzado con pleno uso de razón por negociadores plenipotenciarios acreditados tanto por la Real Audiencia como por el mando rebelde. Por si fuera poco, el pacto fue promovido, facilitado y mediado por el arzobispo Caballero y Góngora quien juró solemne ante la Biblia abierta en el atrio de la catedral zipaquireña, que su cumplimiento traería prosperidad y paz a la Nueva Granada.
Peticiones deliberadas
Los 35 capítulos de que consta el documento –de ahí el nombre de «Capitulaciones»–, sintetizan los objetivos del movimiento que arrancó en el Socorro 85 días antes y que ganó el respaldo mayoritario de la población de la Nueva Granada.
Las peticiones se debatieron en las asambleas que los comuneros realizaron por todo el territorio donde trascurrió el movimiento. Las 20 mil personas que acamparon en cercanías de Zipaquirá, la antigua capital andina de la sal, sabían por qué luchaban.
Hasta el campamento de El Mortiño, pocas leguas al noreste de la villa de Zipaquirá, llegó una delegación de las autoridades virreinales encabezada por el mismísimo arzobispo Antonio Caballero y Góngora, a fin de conocer las exigencias populares y pedir que detuvieran la marcha hacia Santa Fé de Bogotá.
La redacción de las capitulaciones se encargó a dos escribanos de Tunja, Juan Bautista Vargas y Agustín Justo Medina. Pero, en su formulación participaron diputados y capitanes de diferentes provincias empezando por el comandante general Francisco Berbeo y los jefes criollos Pedro Nieto, Francisco Javier Tello, Simón Villarreal y Pedro García entre otros.
Allí piden anular los gravámenes impuestos sin piedad por el visitador real Joaquín Gutiérrez de Piñeres quien inclusive chocó con el mando santafereño por su avidez fiscalizadora.
En especial, eliminar el llamado «impuesto de Barlovento» así como acabar con el pago de guías y tornaguías que encarecían el transporte y mercadeo de productos agropecuarios y encarecía los precios. Además, solicitaban acabar el impuesto a las barajas, el «gracioso donativo» y los descuentos de sueldos a empleados de bajo rango.
Lucha en paz por tierra y trabajo
Igualmente, la población pedía acabar con los estancos que restringían la producción y comercio de tabaco, algodón, tejidos, alcoholes destilados de la caña de azúcar, de la sal y la pólvora. Otros capítulos trataron el precio del papel sellado, las tarifas de correos, los costos de escribanía y notariado y solicitaban la supresión del pago de peajes en los caminos reales y la libre circulación a través de servidumbres y vías comunales.
La cláusula séptima denunciaba que (…) «hallándose en el estado más deplorable la miseria de todos los indios (…) que sí como la escribo porque la veo con la debida claridad, con conocimiento que pocos anacoretas tendrían más estrechez en su vestuario y comida por sus limitadas luces y tenues facultades…».
Por ello se demandó para los nativos la rebaja de tributos, la exoneración del pago de los servicios religiosos, devolverles la administración y explotación de las minas de sal de Zipaquirá, Nemocón, Suta y Tausa.
Del mismo modo, para la población indígena se pidió la devolución de las tierras de resguardo no solo para el usufructo sino con dominio pleno, como propietarios en pie de igualdad a los encomenderos y latifundistas beneficiarios de la monarquía. Se exigió la eliminación del cobro excesivo de derechos por concepto de servicios canónicos, así como las altas tarifas de escribanos y notarios eclesiásticos «pues esta clase de oficios es la carcoma, polilla o esponja de todos los lugares».
«Que los visitadores eclesiásticos se arreglen en sus comisiones a las preventivas leyes no siendo congojosos a los curas visitados tanto en la manutención como en los derechos que exigen de visitas de libros de cofradías, pilas, sagrario y vista de testamentos».
Más allá de las reivindicaciones económicas, el capítulo 22 estableció textualmente: «Que, en los empleos de primera segunda y tercera planta, hayan de ser antepuestos y privilegiados los nacionales de esta América a los europeos, por cuanto diariamente manifiestan la antipatía que contra la gente de acá conservan, sin que baste a conciliarles correspondida voluntad…»
Así quedan definidos los antagonismos de clase, los términos del conflicto: de una parte, los poderes europeos, la monarquía y la iglesia católica dominando a una sociedad en proceso de integración y, de otra, r los aborígenes sobrevivientes de la conquista, la población mulata, mestiza y negra sometida a la explotación y al esclavismo, los campesinos pobres, los comerciantes criollos, las masas aún sin identidad como nación.
Con las armas, con los puestos al poder
El movimiento comunero estuvo lejos de ser un levantamiento espontáneo, una insurrección desesperada de un pueblo famélico. Por el contrario, se trató de un proceso planeado al detalle, ejecutado con precisión por un colectivo con objetivos, estrategias y tácticas adecuadas a las circunstancias, con estructuras de mando, jerarquías reconocidas, con voluntad y disposición anímica de triunfo.
Los comuneros acampados en inmediaciones de Zipaquirá eran dirigidos por 687 oficiales y 1600 suboficiales incluido el estado mayor que encabezó Juan Francisco Berbeo con máximos poderes en lo político y lo militar.
Estaban organizados en 226 compañías bajo el mando cada una de un capitán con la ayudantía de un teniente y un alférez y la responsabilidad política y militar en su respectiva localidad, pueblo o lugar. El cuerpo de suboficiales estaba conformado por 800 sargentos y el mismo número de cabos, a razón de uno por cada 25 milicianos.
En el capítulo 18 de las capitulaciones firmadas en Zipaquirá, se pactó que «todos los empleados nombrados en la presente expedición de comandante general, capitanes generales, capitanes territoriales, subtenientes, alféreces, sargentos y cabos hayan de permanecer en sus respectivos nombramientos» y ejerciendo funciones militares pues quedaban obligados a todos los domingos «en la tarde de cada semana a juntar su compañía y ejercitarla en las armas así de fuego como blancas, ofensivas y defensivas…», a fin de asegurar el cumplimiento de los acuerdos o para, llegado el caso, sumarse a la defensa de «nuestro católico monarca».
Con toda razón Gutiérrez de Piñeres manifestó: «esto equivale a capitular que la rebelión ha de ser permanente, que se ha de permitir dentro del estado una asociación siempre armada para sostenerla, que los individuos de tal asociación no han de conocer otra autoridad ni poder que el que han querido usurpar y en una palabra que no haya rey, ley ni patria».
En realidad, la aceptación de esta cláusula significa –ni más ni menos– que el reconocimiento a la organización de un ejército popular dispuesto a defender las conquistas alcanzadas hasta ese momento.
Los comuneros victoriosos regresaron festivos y disciplinados a sus lugares de origen. En muchas partes se adelantaron las tareas previstas en las capitulaciones y se conformaron grupos de trabajo y de combate. Incontables comuneros ocuparon cargos públicos (al punto de que Berbeo duró nueve meses como legítimo corregidor de El Socorro y San Gil en gracia a lo acordado en Zipaquirá).
Por su parte y contrario a lo que habría hecho cualquiera después de una derrota, el arzobispo caballero se dirigió al foco de la rebelión, al Socorro, con la intención de desmontar el espíritu colectivo que había impulsado tamaña hazaña.
Hoy, pocos saben qué sucedió en la plaza de la catedral de Zipaquirá el 8 de junio de 1781.
Los escasos parroquianos que leen el texto deshilvanado en piedra, no logran descifrar el significado de las famosas «capitulaciones». No faltará, sin embargo, quien o quienes puedan encontrar en ellas una cierta similitud con el presente y mantengan viva la esencia del espíritu comunero.
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