La esperanza en medio de la desesperanza

Alberto Sarmiento Castro
Profesor asociado – UFPS – Coinvestigador GIPSERF
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Es agobiante escuchar al fatalista, al apocalíptico, al ansioso, al paranoico, porque añade penas a nuestro miedo. Produce pánico saber que hay otros peor que uno, quizá no tanto por la solidaridad, sino porque es la advertencia que todo puede empeorar.
Sin embargo, para gloria de los pesimistas; es altamente probable que sus vaticinios se cumplan, pues la generalización de una convicción ayuda a inclinar las cosas a tal punto que pueden llegar a suceder. Casi que se puede decir que el incrédulo se solazara con los sucesos desastrosos que ha pronosticado, pues le da un aire profético, aunque también de oficiante de la desdicha. Incluso, pareciera ser que algunos ayudan para que ocurra lo que probaría la equivocación de sus contradictores.
Esto recuerda a Olegario, un personaje de Mario Benedetti que acertaba en todos los anuncios catastróficos, por lo cual se sentía inmensamente orgulloso y reconocido por sus amigos, incluso el día cuando atinó a vaticinar el incendio de su propia casa. El pesimista se angustia cuando cae en cuanta que en algún momento ha olvidado hablar sobre lo desgraciada que es su vida. Teme reír, pues cree que si lo hace está invocando el infortunio. No puede darse un respiro, pues sería infiel con sus compulsiones.
Nos encontramos rodeados de una amplia miscelánea de pesimistas:
– De ansiosos que dicen: Que lo malo que me va a pasar llegue pronto;
– De celosos que temen a sí mismos por su incapacidad de hacerse amar;
– De incrédulos que advierten: esto no puede salir bien;
– De paranoicos que hablan para sus adentros: si no me maltratan es porque me desprecian;
– De esquizofrénicos que interrogan al espejo: ¿De quién se burla es imagen?;
– De sombríos que advierten: está tan claro que algo va a pasar…
Un problema con los pesimistas es que no se escuchan argumentos, por lo que no llegan a plantearse dilemas y nada los desacomoda de sus profecías. Los pesimistas, de todos modos, son provechosos a la sociedad, pues los razonamientos se desarrollan tratando de rebatir los contrarios. Necesitamos a los pesimistas, aunque tienen un efecto nefasto cuando ocupan cargos de dirección, cuando asumen responsabilidades, cuando son padres de familia, cuando son profesores.
En el origen de la tragedia, Nietzsche al referirse a los pueblos griegos, no concibe su pesimismo como un signo de decadencia, sino como el convencimiento de la superioridad de la razón sobre la marcha del mundo. Los pesimistas piden más organización, más orden, más jerarquías, más leyes. Los optimistas las diseñan creyendo que funcionarán. Si se extinguieran los pesimistas sobrevendría el caos. En un mundo donde sólo reinará el deseo y la voluntad, la arbitrariedad sería lo dominante. Por eso a los pesimistas hay que tolerarlos. Son parte de la diversidad y del equilibrio.
Para desarrollar el optimismo en nosotros, para desarrollar el optimismo por los demás, el optimismo en la posibilidad de cambiar el entorno y el mundo, requerimos ambientes educativos optimistas, no desesperanzadores.


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