Javier Serrano Ruiz
Licenciado en Filosofía y letras. Magister en lingüística
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Hasta su último suspiro mantuvo Ranulfo el secreto de su adicción tardía a los eventos odontológicos. Desde la primera cita, hizo suyo el primer turno en el consultorio. La noche anterior se revolvía inquieto y balbuceaba entre sueños. Su esposa, en la penumbra, empezó a aceptar que el babeo guardaba relación con la edad. El día de la cita despertaba más temprano para bañarse, afeitarse, aplicarse su colonia de las grandes ocasiones, desayunar a tiempo y acompañar la apertura del centro de atención.
-No entiendo por qué no te dan otro horario –dijo su mujer, aún en bata y babuchas, mientras se apresuraba a servirle el desayuno-. Ni que fueras el celador.
-Prefiero que sea a primera hora, para que me rinda más el día –contestaba enfático. Comió ensimismado, se cepilló con esmero, hizo tres buches de Astringosol, se ajustó el nudo triangular de la corbata, se pasó la mano por la calva, beso a su mujer en la mejilla y salió presuroso.
Ella no entendía su premura; al fin y al cabo, desde que se pensionó eran pocas sus ocupaciones, salvo algún viaje a la tienda de la esquina, sus encuentros esporádicos con algún antiguo colega, para compartir un café y arreglar el mundo, según decía. Regresaba con el periódico del día bajo el brazo; hasta el almuerzo se ocupaba de las columnas de opinión y el crucigrama.
-Don Ranulfo, buenos días. Muy madrugador usted! –dijo la doctora, cálida, al entrar directo a su consultorio.
-Como siempre, doctora -la miró desde el asiento donde ensayaba resolver crucigramas de revistas viejas. Se quedó con la sensación de que algo en su candor hacía juego con su nombre: Porcia. En su mente completó la imagen de sus nalgas con lo que le deseaba de pecho; todo en ella era perfecto.
Como una premonición, ese día, cuando lo llamaron al gabinete, “Don Ranulfo Peña, al consultorio 4”, comprendió por qué había sido tan asiduo en su tratamiento, pese a su artritis, la hipertensión, la diabetes, y a tener la próstata “como un coco, ala!”, solía bromear con sus amigos.
Agarrado con firmeza por la doctora, y aprisionado contra su pecho, la aguja de la anestesia, atrás, cerca de la carótida, era una caricia.
No supo si todo se debió al temblor de tierra de intensidad cinco, reportado al día siguiente por los diarios, o al súbito acceso de hipo, pero algo desvió la aguja flexible. Nada le importó, con la nariz al borde de su corpiño y aspirando a fondo el aroma de las azucenas de su anhelo. Tampoco le afectaron el sobresalto y la exclamación apenas contenida de la doctora.
Esto sí es vida, pensó mientras el desaliento le invadía. Sintió en paz el roce sordo de la cureta escarbando por última vez entre su furca, “por palatino”, como solía decir su doctora más querida…se llamaba Porca…o Furcia?…
-El pobre siempre les tuvo miedo a los odontólogos y a los temblores; siempre tan juicioso en los simulacros, y mire –comentó algunos de sus amigos durante el velorio, al día siguiente.
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