
Gustavo Melo Barrera
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En política exterior, las rupturas rara vez estallan con estrépito. Más a menudo se deslizan en silencio: un comunicado irritado, un embajador llamado a consultas, un acuerdo que se congela sin previo aviso. La relación entre Estados Unidos y el llamado “gobierno del cambio” en Colombia atraviesa precisamente ese tipo de fricciones silenciosas que, sin convertirse en un conflicto abierto, reconfiguran expectativas, ritmos y cálculos en ambos lados.
En ese contexto emerge una pregunta incómoda, tanto para diplomáticos como para estrategas: ¿para qué le sirven al gobierno colombiano las bases militares y la presencia diplomática estadounidense cuando la relación bilateral vive su momento más tenso en dos décadas?
La respuesta, como casi todo en política exterior, es contradictoria. Sirven para mucho más de lo que el discurso oficial colombiano admite, y para mucho menos de lo que Washington quisiera preservar como intocable.
El peso real de las bases militares: más que una reliquia
Aunque en el debate público se insiste en hablar de “bases estadounidenses”, en realidad se trata de acuerdos de cooperación que permiten presencia logística, entrenamiento y capacidades compartidas. No son bases al estilo de Okinawa o Rota; son plataformas integradas en infraestructura colombiana. Pero eso no las hace irrelevantes.
“El gobierno habla de soberanía, pero sin la cooperación militar estadounidense Colombia perdería capacidades críticas en vigilancia aérea, interdicción marítima y ciberseguridad”, señala Mariana Ayala, diplomática y experta en relaciones hemisféricas. “Incluso si la relación política se deteriora, esas capacidades son estructurales; desmontarlas no es cuestión de voluntad ideológica sino de costos estratégicos”.
Washington lo sabe. Por eso, incluso en sus mensajes más tensos, siempre subraya que la cooperación en seguridad continúa. La relación militar es demasiado funcional para ambas partes como para convertirse en rehén del clima político.
El “gobierno del cambio”, sin embargo, ha intentado trasladar la discusión al terreno simbólico, insistiendo en que la seguridad no puede seguir regida por las viejas lógicas de la guerra contra las drogas. Ese discurso cala en sectores progresistas, pero genera incertidumbre en mandos militares y socios internacionales.
“Colombia no puede improvisar un viraje estratégico sin un plan alternativo”, advierte Diego Mendieta, analista en seguridad regional. “Las bases no representan subordinación, sino interoperabilidad. Prescindir de ellas implicaría replicar, con recursos propios, un sistema que cuesta miles de millones de dólares”.
La Embajada de EE. UU.: poder más allá de la cordialidad
Si las bases militares son la pieza dura de la relación, la Embajada de Estados Unidos en Bogotá es la pieza blanda, flexible y quizá la más poderosa. Su influencia no proviene de su tamaño —aunque sigue siendo una de las misiones diplomáticas más grandes del hemisferio— sino de su capacidad para activar resortes económicos, regulatorios, comerciales y migratorios.
Lo paradójico es que, incluso en momentos de tensión política, esos resortes no dejan de operar. El comercio bilateral fluye, los programas de USAID continúan, las mesas de cooperación ambiental avanzan y los intercambios educativos se multiplican. La diplomacia estadounidense es experta en “compartimentar”: si hay desacuerdos con un presidente, se trabaja con sus ministerios, con técnicos, con gobernaciones o directamente con el sector privado.
“En el mundo real, las embajadas no rompen relaciones por discursos incendiarios”, explica la economista Laura Steinberg. “El flujo de inversiones, los tratados vigentes y la interdependencia productiva obligan a mantener canales abiertos. Colombia no es un socio accesorio: es una plataforma logística, energética y geopolítica clave”.
El “gobierno del cambio” lo sabe, aunque no lo diga. Varias de sus banderas —transición energética, reforma agraria, desarrollo rural, sustitución voluntaria— requieren financiamiento externo. Y Estados Unidos, pese a los roces, sigue siendo el principal cooperante bilateral.
Confrontación política: ¿gesto o estrategia?
El debate público suele reducir la tensión actual a un choque ideológico: un gobierno progresista frente a una potencia conservadora. Pero esa lectura es insuficiente.
“La confrontación es performativa, no estratégica”, advierte Ayala. “Sirve para consumo interno: cohesionar la base política, reforzar la idea de independencia discursiva. Pero en lo operativo, el gobierno no ha desmontado ninguno de los pilares estructurales de la relación”.
Los ataques verbales al embajador, las acusaciones de injerencia y los desacuerdos en política antidrogas generan ruido, pero no han derivado en medidas drásticas. No hay expulsión de funcionarios, ni congelamiento de tratados, ni ruptura de cooperación técnica. La confrontación tiene límites claros.
Washington, por su parte, evita sobrerreaccionar. En un escenario global donde compite con China por influencia en América Latina, perder a Colombia sería un lujo geopolítico que no piensa darse. Por eso sus mensajes combinan firmeza con pragmatismo.
El cálculo económico: la interdependencia que nadie admite
Más allá de lo simbólico, la relación bilateral descansa en realidades económicas que no se borran con discursos:
– Estados Unidos es el principal destino de exportaciones no minero-energéticas de Colombia.
– Empresas estadounidenses son actores centrales en energía, tecnología, farmacéuticos e infraestructura.
– La estabilidad regulatoria es condición para mantener inversiones a largo plazo.
– Organismos financieros multilaterales donde Washington tiene peso —Banco Mundial, BID, FMI— influyen en el margen de maniobra fiscal del país.
Steinberg lo resume: “Las tensiones políticas pueden digerirse, pero un deterioro en la confianza inversionista sería un golpe directo al empleo, al tipo de cambio y a la capacidad de financiar reformas”.
El “gobierno del cambio” oscila entre una narrativa soberanista y una realidad económica que le exige moderación. Esa distancia entre discurso y práctica genera incertidumbre en Bogotá y en Washington.
Entonces, ¿para qué sirven realmente?
La respuesta cabe en tres puntos: preservar capacidades estratégicas que Colombia no puede sostener sola —vigilancia aérea, interdicción marítima, inteligencia técnica, ciberseguridad—; mantener estabilidad económica y acceso a financiamiento externo mediante un canal diplomático operativo con Washington; y proyectar influencia en un entorno regional donde otros países compiten por atención y recursos.
La contradicción es inevitable. El debate no gira en torno a confrontar o cooperar con Estados Unidos, sino a admitir públicamente la complejidad de esa dependencia. Las bases militares y la Embajada no son reliquias de dominación, como algunos afirman, ni instituciones intocables, como preferiría Washington. Son engranajes de un entramado geopolítico del que Colombia depende más de lo que reconoce.
El “gobierno del cambio” navega su dilema: la retórica de confrontación fortalece su narrativa, pero erosiona gobernabilidad; moderarla mejora cooperación, pero diluye identidad. En medio de esa tensión, nada se desmantela y nada se normaliza.


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