
Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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Especial para El Quinto
El lunes, al conocer la noticia del asesinato del exsenador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, me hice una pregunta que compartí en Instagram (@VictorSolanoFranco): “¿Quién dio la orden?”. No era una provocación ni un sondeo improvisado, sino un llamado urgente a las instituciones que deben esclarecerlo. De su eficacia técnica depende, en buena medida, la estabilidad política del país y la salud emocional de la Nación.
En un país tan polarizado como el nuestro, esclarecer este y otros crímenes contra cualquier ciudadano —sin importar su ideología o jerarquía— es fundamental para consolidar, algún día, un verdadero proyecto de Nación. Llevamos más de doscientos años intentándolo, y aunque muchos crean que es una tarea estéril, renunciar a ella sería condenarnos a otros mil años de injusticias.
El hecho de que Miguel Uribe Turbay fuera o no de su agrado político no debería interferir en la búsqueda obsesiva de la verdad. Usted puede ubicarse a la derecha, a la izquierda, en el centro o en la tangente, pero éste y todos los crímenes que ocurren en Colombia deben dolernos por una sencilla razón: son vidas apagadas por la voluntad de otros.
A los medios de comunicación les (nos) corresponde perseguir la verdad con rigor, pero sin caer en el efectista paredón de juicios sumarios donde las hordas de fanáticos de cada orilla dictan, sin pruebas, quién es el autor intelectual. Ampararse en la libertad de expresión no puede convertirse en la excusa para montar un espectáculo de impopularidad que reemplace la investigación técnica con la especulación. Arrebatar a las autoridades la validación de las evidencias y el debido proceso no solo distorsiona la verdad: también erosiona la confianza en las instituciones y multiplica la violencia que decimos querer frenar.
No olvidemos que Colombia ya ha visto caer a otros siete candidatos presidenciales asesinados: Rafael Uribe Uribe (1914), Jorge Eliécer Gaitán (1948), Jaime Pardo Leal (1987); Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro en 1989; y Álvaro Gómez Hurtado (1995). A ellos se suman las 450.664 víctimas del conflicto armado entre 1985 y 2018, según la Comisión de la Verdad, y miles más que antes y después han muerto a manos de guerrillas, paramilitares y otros actores armados. Hemos sido testigos —y demasiadas veces cómplices por indiferencia— de la muerte tanto de poderosos como de humildes.
Incluso a sus adversarios políticos debería conmoverles su asesinato. Aquí no solo perdió su familia o su equipo, perdimos todos. No puedo obligar a nadie a sentir lo que no siente, pero sí esperar que alguna fibra se mueva ante la injusticia de cualquier crimen en Colombia.
La pregunta “¿Quién dio la orden?” no es retórica. No podemos conformarnos con la captura del gatillero, que claro que tiene responsabilidad por haber sido instrumentalizado, pero no fue quien tomó la decisión de eliminar de la contienda a una figura política. Uribe Turbay no murió en un intento de robo; fue asesinado con móviles políticos para sembrar miedo y caos.
Exigimos la verdad sin dilaciones, con supremacía técnica judicial y no política. Y debemos rodear a las instituciones en este proceso, aunque sus hallazgos incomoden. Porque si este crimen queda en la impunidad, estaremos confirmando el mensaje más siniestro para nuestra democracia: en Colombia, matar sigue siendo una estrategia política posible.
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