
Juanita Uribe
Estudió psicología, es escritora y columnista. Ha publicado textos literarios y de opinión en medios digitales e impresos, y ha sido premiada en concursos de escritura creativa. Su trabajo combina divulgación científica e histórica con crítica social y política.
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El dogma no murió. Se disfrazó. Cambió el breviario que tanto atacan, por el testimonio lacrimógeno y se vistió de pañuelo morado. Dejó de citar versículos y empezó a recitar consignas. Abandonó la prédica de la fe sin obras, pero conservó su estructura: la culpa, la vigilancia, la redención a través del sacrificio público. Ya no habla de Dios, pero entronizó al Yo como deidad. Un Yo doliente, incontestable, sagrado. Lutero lo inició al romper con la comunidad para elevar la conciencia individual como intérprete supremo. Y de ahí en adelante, todo fue descenso: Calvino abolió las obras y nos dejó sólo la fe subjetiva; hoy, basta sentirse víctima para ser virtuoso. La nueva herejía no es negar a Dios: es no emocionarse con lo que mandan que debe doler. El dogma ya no se imprime en Biblias, sino en pancartas; ya no se predica desde púlpitos, sino desde biografías cantadas en público, con sobrenombres de pachamama. El culto cambió de templo, pero no de estructura. El dogma ha mutado. Ya no lo sostiene una cruz. Ya no lo predican en iglesias de garaje, sino en pantallas con sus iluminadas almas de luz. Y el que no aplauda al santo de turno, que se prepare: le cae la inquisición (que a todas estas, patrocinada por el mismísimo protestantismo, pero esta es otra historia que hablaré en otra publicación).
Pero sigue siendo dogma. Sigue siendo fe. Y, como toda fe, exige sacrificios. Esta vez, el altar soy yo.
Lo que ocurrió conmigo no fue un episodio aislado de histeria virtual. Fue la expresión más pura y más cobarde de una nueva religión sin micrófono, pero con sofismas más severos que cualquier testimonio personal, ya no escuchamos solamente un: “Dios me salvó del alcohol”, “yo era drogadicto, pero ahora soy hijo del Señor”. Ahora útero y Lutero son la misma vaina.
No veneran santos, veneran su ciclo menstrual como calendario lunar sagrado… Lutero rompió con Roma; ellas rompieron con la razón. Cambiaron la Biblia por la vulva, la doctrina por la hormona. Hoy no se hincan ante Dios: se hincan ante su flora. No leen historia: consultan su ovario. No buscan verdad: se autodeclaran milagro.
Son hijas de brujas dolientes del algoritmo sagrado, que paren discursos, pero abortan el rastro. Su dogma no sangra: se maquilla en un trapo. Y si no te doblegas ante ellas, te gritan ¡heteropatriarcado! Ya no buscan justicia: buscan cámaras para sus selfies de privilegiadas, mientras denuncian precariedad en tierras lejanas. Ya no debaten: acusan sin piedad, sin detenerse en las pruebas solo porque la denuncia tiene un par de tetas o quizás provenga de uno de sus intocables machos que defiende al islam. Mencionan el tarot como profeta y son los astros quienes dictan cada uno de sus sentencias. Son las nuevas pastoras de la emoción, las videntes del trauma de su oposición, las evangelistas de la autoflagelación. Y si no lloras con ellas, entonces eres enemigo del pueblo, del bosque y del agua y del colectivo entero. Ya no hay Biblia, pero hay hilo en redes. Ya no hay fe, pero hay hashtags. Ya no hay prédica con cánticos sensacionalistas de batería y guitarra que despiertan la emoción, pero hay círculo lunar. Que es el mismo mandato de estas empoderadas mujeres, solo que ahora con falda hippie y copa menstrual.
Un nuevo credo donde el feminismo institucional, el progresismo emocional y el autodeterminismo moral se alían para encubrir lo que siempre han sido: versiones recicladas del viejo protestantismo idealista que vino a reemplazar el cuerpo por la idea, la comunidad por el ego, la política por la emoción.
Se rasgan las vestiduras por niños de Gaza ¡y cómo no doler por ellos! Sí, yo misma estuve un mes en depresión viendo semejante genocidio que el que no se conduela es un psicópata de mierda y sionista de guerra sin compasión, pero en el mismo gesto celebran la humillación pública de una mujer como yo, que no pertenece a su rebaño, que no suscribe a sus nuevas escrituras. Son evangélicas del yo, sacerdotisas de la emoción, inquisidoras del like y seguidoras acérrimas de señores de la tercera edad de bufandas con el slogan del elle, del todes y de su hipócrita inclusión. Una secta con el pastor y sus discípulas, que no paran de repetir “alabado sea el señor”, así el pastor sea el mismo que se come a sus ovejas y escupe improperios contra esta mujer, en sus estados como lobo feroz.
Ese mismo pastor evangelista de su precario y delirante comportamiento, me escribía dulzuras por interno mientras en público me destilaba veneno con la lengua bífida del rebaño entero. Otro me exhibía como actriz porno, me llamó mil veces puta, la mujer que no pudo contener ante la plaza digital, esperando que su humillación sirviera de sermón para las otras y su inexorable perdición. Y no estaban solos. Detrás, como coro litúrgico, estaban ellas: las que bendicen al macho si recita el dogma correcto; las que apedrean a la mujer si su conciencia no entra en la jaula emocional colectiva. Todas juntas, consagradas en la misma ceremonia posmoderna: sacrificar a la que no obedece, a la que no gime con ellas, a la que no se confiesa en su dialecto de falsas lágrimas. Convertir a la disonante en bruja. A la crítica en amenaza. A la libre en anatema.
Porque existo fuera de su evangelio emocional, de su liturgia terapéutica disfrazada de justicia.
Soy atea. Ateísima. Y materialista filosófica sin anestesia. Por eso mismo puedo ver lo que ellas no ven: que el progresismo que profesan no es otra cosa que el luteranismo que odian maquillado de colores en sus marchas que convierten en guerra. Que el Dios que creen haber matado, simplemente se disfrazó de identidad, de indigenismo, de género, de emoción validada. Que el infierno ya no quema cuerpos, pero sí perfiles. Y que la culpa, como buena hija de Calvino, se ha internalizado hasta transformarse en autoflagelación… ya no con látigos, sino con pronombres divinos.
Ya no en cuevas oscuras, sino en foros sororos. Y no se redimen con actos, sino criticando juntas al unísono en coros: ¡muerte al macho opresor! Pero ellas mismas son las que oprimen en ocasiones a las mujeres que no entramos en su sistema y nos vuelven a llamar putas y desobedientes. Así de incongruente, incoherente, inconsecuente.
¿Creen que son libres? No hay esclavitud más eficaz que la que se cree elección.
Para ellas, es más importante posar de sabias que observar con lucidez. Prefieren la cita que las nombra, no la experiencia que las interpela. Prefieren las pancartas bien impresas con escarcha y de colores su bandera, los hashtags en alto y las bufandas palestinas digitales que se pixelan. Porque cuando la violencia se ejerce contra una mujer que no pertenece a su cofradía, la vista se les nubla. No les importa si una mujer es agredida, si no reza como ellas, no merece defensa. Lo que les importa es el espectáculo: parecer lúcidas, sonar indignadas, recibir aplausos por su falsa valentía. Para ellas, la agresión no es violencia si el golpe lo da uno de los suyos.
Lo que les duele no es la violencia real,
sino que yo no repita su salmo ritual.
Sororidad, sí… pero con condiciones:
que me ponga su culpa y repita emociones.
Si no gimo en su idioma: mi cuerpo, mi decisión!
me devoran al grito de su ridícula revolución.
Entonces si no, que la quemen, pero con pancarta morada y verde y cita de Simone de Beauvoir por no perrear reggaetón y no defender su igualdad.
Todo esto comenzó con Lutero. Cuando decidió que no necesitábamos una Iglesia, sino una conciencia individual que interpretara por sí misma las escrituras: la ruptura del vínculo comunitario y el ascenso de la conciencia individual como autoridad moral y hermenéutica. Cuando rompió la comunidad para exaltar la subjetividad. El yo como templo. El yo como intérprete absoluto del mundo. Después vino Calvino y nos dijo que no importaban las obras, sino la fe. Que lo que cuenta es lo que uno cree, no lo que uno hace. Calvino profundizó esta disolución: desplazó las obras por la fe interior, anulando toda referencia externa como criterio de virtud. Desde entonces, la moral dejó de medirse por la acción concreta en el mundo, y comenzó a regirse por la convicción subjetiva. El resultado es el que padecemos hoy: un mundo donde la superioridad moral no se basa en lo que se hace, sino en cómo se dice que se siente. Donde alguien puede ser éticamente ruin, pero gozar de prestigio por manejar el léxico correcto de la época.
Y luego vino Kant, a clausurar el mundo y levantar el yo. Convirtió la moral en una gimnasia de la conciencia, y a la historia en un telón de fondo prescindible. Donde antes importaban las relaciones sociales, la praxis, la estructura material de la vida, Kant impuso un sujeto abstracto, ideal, que se juzga a sí mismo desde un tribunal interior desvinculado de toda realidad objetiva. La política fue desplazada por la ética subjetiva. La verdad, por la coherencia interna. Y la materia, por la intención. Así nació la figura del ciudadano impoluto, purificado: no por sus actos, sino por la curaduría léxica con que los encubre. No necesita alterar la estructura que lo privilegia: le basta con enunciarla en clave crítica para legitimarla de nuevo. Puede precarizar desde ONGs o censurar desde colectivos, y aun así erigirse como conciencia iluminada, porque aprendió que el lenguaje vaciado de praxis, funciona como indulgencia. No redime al mundo: lo retoca en su relato. No rompe la injusticia: la maquilla con sintaxis de consigna. La izquierda, que nació para disputar el poder real, fue domesticada por esta moral individualista que no cambia nada, pero se siente bien. Porque para el kantismo no importa lo que haces, sino con qué intención lo hiciste. Y con eso bastó para matar toda revolución: ya no hacía falta entender la estructura, bastaba con sentirse del lado correcto.
Pero la gran implosión vino en mayo del 68. No fue una revolución: fue una orgía de subjetividades emancipadas, un aquelarre de egos alucinados que confundieron el derribo de estructuras con su disolución absoluta. Mientras las barricadas ardían en las calles, Foucault, Deleuze, Derrida y la caterva postestructuralista ultimaban el asesinato filosófico de la historia, la verdad, la clase y la estructura. La consigna era clara: sustituir el mundo por el discurso, la praxis por el deseo, el conflicto por la vivencia. Fue el salto definitivo de Lutero al narcisismo político: ya no bastaba con que el individuo se creyera intérprete de la escritura sagrada, como en el protestantismo; ahora se volvía texto, relato, performance. Lo que importaba no era transformar el mundo, sino narrarse a sí mismo como sujeto herido. Kant les había dado la legitimidad moral, pero fue el 68 el que les dio la estética: la del Yo como altar, el trauma como blasón, el testimonio como acción política. La lucha dejó de ser colectiva, material y estructural, para convertirse en una procesión de biografías lloradas. Se abolió la historia, pero no para superarla, sino para reemplazarla con retazos de emoción. Así se canceló la verdad y se canonizó la sensibilidad. Así comenzó esta era terapéutica en la que quien más siente, manda.
Algunos se preguntarán qué tiene de malo que “el que más siente, mande”. Y la respuesta, desde el materialismo, es sencilla: que el dolor no es un argumento. Que la intensidad de una emoción no convierte una consigna en verdad, ni una lágrima en fundamento. El sufrimiento puede ser real y debe ser analizado, no negado, pero cuando se convierte en instrumento de autoridad moral, lo único que produce es una jerarquía invertida donde no manda el que mejor piensa, sino el que más padece. Esa inversión es profundamente reaccionaria: cancela el debate, anula la crítica, y reinstala una forma perversa de teocracia emocional donde las nuevas escrituras se redactan con lágrimas y se censuran con sollozos. No importa si un discurso es falso, manipulador o clasista: si viene envuelto en dolor identitario, queda blindado. Así se desactiva la razón como herramienta política y se reemplaza por la sensibilidad como dogma. Pero las estructuras no se cambian con relatos. Se cambian con análisis, organización y conflicto. El progresismo emocional no transforma el mundo: lo estetiza, lo sentimentaliza… y lo perpetúa.
Y cuando una mujer como yo no se postra ni solloza, sino que piensa y pronuncia, la turba no perdona.
No me lincharon por victimizarme, sino por no hacerlo. Porque no lloré: hablé. Porque no me escondí: señalé. Porque no me arrodillé ante el insulto, sino que lo devolví, con nombre propio y sin filtro. Y eso, en esta nueva teocracia sentimental, es herejía. Lo imperdonable fue que les arrebatara la superioridad moral con el arma más peligrosa que tengo: el pensamiento. Porque en este culto, el que más llora y posa de intelectual del momento, manda, y la que piensa… arde.
Y así llegamos aquí: al altar virtual donde yo fui ofrecida.
Donde no hay iglesia, pero sí credo. Donde no hay inquisición, pero sí cancelación. Donde no hay pastores, pero sí influencers del alma. Donde no hay santos, pero sí mártires mediáticos de causas variables. Donde la izquierda dejó de ser materialista, histórica, revolucionaria, para convertirse en una secta de emociones autorizadas en sus subjetividades. Y quien no las comparta, será excomulgado del paraíso progresista por los sumos sacerdotes.
Yo no me emociono con consignas. No creo en dioses, ni en astros, ni en úteros divinizados. Creo en la historia. En la materia. En la lucha concreta. Creo en desmontar, no en aplaudir. En analizar, no en llorar colectivamente. Por eso soy peligrosa para ellos.
Porque existo fuera de su evangelio emocional, capitalizado e instrumentalizado por su secta: esa nueva religión donde no hay trascendencia, pero sí mandamientos de autorreferencia y castigos sin redención.
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