
Gustavo Melo Barrera
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En las selvas del Chocó, donde la biodiversidad se despliega como un tapiz vivo, el rugido de las motosierras no solo corta árboles: corta promesas. Promesas de sostenibilidad, de equilibrio, de un futuro donde el desarrollo no signifique destrucción. Pero en Colombia —y en buena parte del mundo— el concepto de “desarrollo sostenible” se ha convertido en una etiqueta cómoda, una fórmula repetida en discursos oficiales, planes de gobierno y campañas corporativas, mientras el suelo se agrieta, los ríos se contaminan y las comunidades son desplazadas.
La contradicción es brutal. Se construyen carreteras en nombre del progreso, pero se fragmentan ecosistemas enteros. Se promueve la transición energética, pero se permite la minería en páramos. Se habla de economía circular, mientras toneladas de residuos industriales se vierten en afluentes que alguna vez fueron sagrados. ¿Qué parte de esto es sostenible?
El lenguaje del engaño
El término “desarrollo sostenible” nació en 1987 con el Informe Brundtland, como una esperanza: satisfacer las necesidades del presente sin comprometer las del futuro. Pero hoy, más que una guía ética, parece una estrategia de marketing. Multinacionales petroleras publican informes de sostenibilidad mientras expanden sus operaciones en zonas protegidas. Gobiernos celebran metas de carbono mientras aprueban licencias ambientales exprés. Y nosotros, ciudadanos, reciclamos con culpa mientras el modelo extractivista sigue intacto.
La sostenibilidad se ha convertido en un lenguaje de engaño. Un disfraz que permite seguir haciendo lo mismo, pero con una hoja verde en el logo.
Según el Observatorio de Inversión Privada del CIPE, muchas empresas en Colombia adoptan discursos sostenibles sin modificar sus prácticas reales. “La sostenibilidad dejó de ser un compromiso voluntario para convertirse en una exigencia global”, advierte Jaime Arteaga, su director, pero también señala que la falta de regulación efectiva permite que el greenwashing se normalice.
El precio del progreso
En Colombia, el desarrollo suele medirse en kilómetros de vía, toneladas de exportación o puntos de crecimiento del PIB. Pero rara vez se mide en hectáreas deforestadas, especies extintas o comunidades desplazadas. El megaproyecto hidroeléctrico que promete energía limpia también inunda territorios ancestrales. El monocultivo que impulsa la agroindustria también empobrece los suelos y envenena las fuentes de agua.
En el Valle del Cauca, por ejemplo, el avance de la caña de azúcar ha transformado el paisaje en una monocromía productiva. Pero detrás de esa eficiencia hay pérdida de humedales, contaminación por agroquímicos y una concentración de tierras que excluye a pequeños productores. ¿Es eso desarrollo? ¿Es eso sostenible?
Según el Ministerio de Ambiente, Colombia ha propuesto 237 metas climáticas en su Contribución Nacionalmente Determinada (NDC) para el ciclo 2025–2030. De ellas, 124 son de alcance nacional, 89 territoriales y 24 empresariales, enfocadas en carbono neutralidad, resiliencia climática y transición energética. Sin embargo, el cumplimiento enfrenta obstáculos de financiación, voluntad política y vigilancia ciudadana.
Comunidades invisibles
Los pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos han sido históricamente los guardianes del territorio. Su relación con la tierra no es de explotación, sino de reciprocidad. Sin embargo, en los planes de desarrollo, su voz suele ser ignorada o instrumentalizada. Se les consulta tarde, se les promete compensación, se les desplaza con eufemismos legales.
En Guaviare, líderes indígenas denuncian que los proyectos de infraestructura están fragmentando sus territorios sin consulta previa. En La Guajira, comunidades wayuu viven rodeadas de parques eólicos que no les suministran energía. En el Amazonas, el turismo ecológico crece mientras los guardianes del bosque luchan por sobrevivir.
Brigitte Baptiste, bióloga y rectora de la Universidad EAN, advierte que “la presión por competir en mercados que no valoran los estándares ambientales puede llevar a una reducción en la vigilancia de prácticas sostenibles”, debilitando los avances logrados en inclusión, diversidad y acción climática.
La sostenibilidad sin justicia social es solo una fachada.
¿Y ahora qué?
No se trata de renunciar al desarrollo. Se trata de redefinirlo. De entender que el progreso no puede medirse solo en cifras económicas, sino en equilibrio ecológico, bienestar comunitario y resiliencia territorial. Se trata de pasar del extractivismo a la regeneración, de la imposición a la participación, del discurso a la acción.
La ciencia ya lo ha dicho: estamos en el límite. El cambio climático no es una amenaza futura, es una realidad presente. Y cada decisión que tomamos —como sociedad, como gobiernos, como empresas— tiene consecuencias que se sentirán por generaciones.
El llamado
Esta columna no busca respuestas fáciles. Busca incomodar. Porque el desarrollo sostenible no puede seguir siendo una promesa vacía. Debe ser una práctica radical, incómoda, transformadora. Una práctica que cuestione el modelo económico, que escuche a los territorios, que respete los ritmos de la naturaleza.
En las palabras del biólogo Edward O. Wilson: “La humanidad necesita una ética biocéntrica, no antropocéntrica.” Tal vez sea hora de dejar de preguntarnos cómo podemos usar la naturaleza para desarrollarnos, y empezar a preguntarnos cómo podemos desarrollarnos para convivir con ella.
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