
Juan Carlos Silva
Magíster en Lingüística y Economista UPTC
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Anoche volví a verlos. No en fotos, no en recuerdos borrosos: en persona, nítidos, vivos, iguales a como eran entonces. Aparecieron uno por uno, como si hubiéramos quedado en encontrarnos en alguna esquina del tiempo. Primero llegó Pueblo, idéntico, con esa sonrisa que siempre parecía anunciar un chiste nuevo. Luego Jairo Simmonds, caminando con sus sandalias de gladiador —las mismas que juraba que algún día se pondrían de moda en todo el pueblo—. Felipe Castilla, impecable. Yo miré mis pies: llevaba zapatos de cuero. No estoy seguro de si eran míos, pero me quedaban bien. Todos estábamos elegantísimos, como si el sueño hubiera decidido vestirnos mejor de lo que la vida real lo hizo nunca. Pero el verdadero golpe al corazón fue cuando apareció Pacho Ossa. No envejecido ni idealizado: exactamente igual. Me dieron ganas de llorar. Creo que lloré. No por nostalgia, sino por la dicha pura de estar vivos al mismo tiempo. Entonces comenzó la vieja discusión logística de siempre: ¿dónde íbamos a pasar la noche? Alguien dijo que donde Tula —nombre puesto por el sueño o por la memoria, no se sabe—, una casa que quedaba camino a la mía. Yo sospechaba que Pueblo quería que fuéramos a mi casa, pero no me convencía: despertaríamos a todo el mundo y no podríamos cantar ni bromear como antes. — ¿Y por qué no donde Tula? —insistí. Ahí intervino Pacho, con la solemnidad de un cura: —Porque es millonaria y vive en un palacio con muchas habitaciones. ¡No sería ético! Lo dijo tan convencido que acatamos la orden moral sin rechistar. Y allí estábamos, felices como si nunca nos hubiéramos ido del colegio, esperando que alguien propusiera cualquier plan loco para empezar de inmediato. Listos para la aventura, para el paseo en carro, para lo que fuera. Juntos otra vez. Desperté con la certeza de que ese sueño había sido más real que muchos días vividos despierto con los amigos. Los amigos del colegio.
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