
Beatriz Vanegas Athías
Escritora, profesora y editora
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Es una iglesia evangélica inundada y situada en un pueblo de La Mojana. En la parte superior del fondo hay una grada más alta que el resto del templo, allí se hallan tres mujeres con micrófono en mano, llevan vestidos vistosos de colores fuertes, calzan botas negras, pantaneras, sus voces destempladas, pero emocionadas se encarnizan lanzando sin contención el popular cántico: Yo soy testigo del poder de Dios/ por el milagro que él ha hecho en mí/ yo estaba ciego y ahora veo la luz/ la luz divina que me dio Jesús/. En la primera banqueta larga de la fila de la izquierda está sentada otra mujer también con botas humedecidas hasta el borde, sostiene una caja entre sus piernas y lleva el ritmo. Tal vez el ritmo que sale de sus manos le hace olvidar la humedad de sus pies.
Sólo las primeras sillas de aquel templo son de madera, las restantes son de plástico. El agua llega hasta la media pierna. Las voces de estas mujeres son tan potentes como la alegría de los feligreses que entran chapaleando barro y agua. Piernas fuertes para no caerse, manos al cielo para alabar al Señor Jesús por darnos tanta fortaleza. Se sabe que hay un celular grabando y al entrar saludan a la cámara con sonrisa. Una mujer carga a una niña tan arreglada como para una fiesta. Es la celebración del Señor, finalmente. Traen ramos de flores y los depositan en el altar que sobrevive como el único espacio seco. Es domingo y aunque el templo no se halle en condiciones por las dificultades que están pasando, la mujer del micrófono dice: “Aquí se siente la presencia de ese Dios poderoso, no hay obstáculo para que uno pueda sentir la presencia de Dios, porque a pesar de la dificultad Dios está presto, Aleluya”.
Suenan los aplausos y continúan entrando hombres y mujeres que siguen el ritmo con un brazo en alto, se ubican en la silla, se saludan de beso y abrazo, mientras sus piernas mojadas pendulan para no caer. En la entrada un yonso (piragua) está atracado y carga a tres hombres que esperan el inicio del culto dominical.
Una mujer de unos setenta años lee en el ala lateral derecho un pendón que cuelga y que dice: Mes de la mujer
Ungidas para trascender
Unges mi cabeza con aceite
Mi copa está rebosando
La paredes del templo no han conocido la pintura en meses, la sombra de la creciente deja una huella en ella de unos cincuenta centímetros. El agua corre libre y por las ventanas y puertas laterales. Se ve cómo se adueña de las casitas de barro y palma amarga que rodean la iglesia.
Hay electricidad para el sonido y para dos abanicos prendidos de las vigas de un techo sin cielo raso. El culto va a empezar, los creyentes arreglan sus blusas, se aplanchan las faldas y pantalones, asumen una actitud de devoción y respeto, aplauden y se unen al coro:
Nunca, nunca, nunca me ha dejado
Nunca, nunca me ha desamparado
En las duras pruebas y en la tribulación
Jesucristo nunca me desamparará.
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