
Beatriz Vanegas Athías
Escritora, profesora y editora
•
1
Llegó tu rostro con este verso del canto vallenato: Lucero que vaga errante/ sin decir nada/ tardes de diciembre lindas/ que oye mi pena… Llegó y tembló mi pecho hasta hacer que mis ojos lloraran para ver tu sonrisa de manera opaca en ese pasado que luce remoto. Para oler tu cabello que era un tumulto frondoso en el que reinaba el color negro.
Ahora que tengo setenta años reconozco cuánto te amé. También cuánto quizás me amaste. Entonces no lo sabía, pero era feliz a tu lado. La amistad es la perfección del amor. Fuimos amigas tan cercanas con esas maneras del amor aceptadas y normales: dormir juntas, ir de gancho por la calle, darnos besos para practicar cuando nos tocara besar al novio, mostrar el crecimiento de nuestras téticas incipientes, llorar porque él nos puso los cachos, pero al rato olvidar el sinsabor para avivar la alegría pues veríamos la telenovela juntas.
2
Cuando se ama y no se dice ese amor, este tiene la fortuna de volverse imposible, es decir, para siempre. Era un amor que nunca terminaría porque no había empezado, sólo estaba ahí flotando tan presente como el aire. Un amor lleno de risa y de la felicidad de disfrutar del chisme y de los chistes procaces. No había vergüenza que lo empañara: no se avergüenza una de lo que no se nombra, ese amor existía, aunque no tenía nombre que es como una no existencia.
Por eso nuestro amor era invisible y esa transparencia lo protegía y le daba licencia para el abrazo delante de todos mientras se hablaba de la carrera que estudiaríamos, de los hijos que tendríamos. Este amor era tan perfecto que se acercaba a la felicidad, aunque la felicidad era tan cierta como la existencia del cielo. Amor que era chispazo y símbolo, nunca fea y caótica rutina. Amor que existía justamente porque no sabíamos de su existencia.
Era posible entonces arroparnos dizque en clandestinidad con un foco prendido bajo la sabana a leer fotonovelas porque la madre mandaba a callar pues era hora de dormir. Era posible amanecer y conocer todos tus olores: esconderte el cepillo para que te siguiera oliendo la boca a noche. Bañarnos juntas y admirar los bellos que invadían nuestras piernas y que a ti te avergonzaban. Gastarnos el agua del tanque porque el calor exigía pujar por salir jamás del baño.
3
No esperaba nada de ti. Nada de mí esperabas tú. Se trataba en ese tiempo de conservar el espacio del ahora, del todos los días. Sin preocupaciones y demandas. Que fuera lo que Dios quisiera. Y Dios era bueno por lo distraído, qué se iba a preocupar él por dos adolescentes que lo único que le pedían a la vida era andar calle arriba y calle abajo riéndose de todo y de nada. Jugando a las eternas despedidas: te acompaño hasta la esquina, ahora yo hasta tu casa, y yo hasta tu esquina y así hasta agotar una hora más juntas bajo la sonrisa cómplice de los transeúntes que no paraban bola.
4
A veces me entristezco porque pienso que, de haberlo sabido, te hubiera hecho mi novia. Pero corrijo, y me digo ahora que nunca más te he vuelto a ver; ahora que estás casada con un hombre que tal vez te ame o tal vez te hiera; ahora que el Chiche canta: y esa noviecita que tuve cuando niño/ y que jugando creció conmigo/ ojalá el cielo la esté cuidando/; ahora que eres abuela y no apareces en ninguna red social…me arrepiento de entristecerme por no haber sido tu novia, aunque tal vez lo fuimos. No lo supimos, pero lo vivimos.
Deja una respuesta