Reflexiones desde Europa en el mes del orgullo

Lina Álvarez Reyes
Colombiana en el exterior. Hace parte del Comité Noruego de Solidaridad con América Latina (LAG), Fred i Colombia
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París, 28 de junio. La capital francesa estaba viva, radiante, imposible de ignorar.
Ese día, mientras la ciudad se preparaba para recibir a medio millón de personas en su Día de Orgullo, iba mi con mi familia al Musée d’ Orsay. Pensaba que solo iba a ser una visita más, una postal turística. Pero algo en mí me inquietó. Quizá fue el retumbar de los tambores callejeros que se iban a escuchar por todo el río Sena. O quizá, sin saberlo, yo también buscaba sentirme parte de esa multitud que llenaba las calles de música, piel y banderas.
Salí del museo sola. Caminé hacia la marcha, casi por casualidad. Pero nada en París es casualidad. Me encontré entre cuerpos que gritaban verdades sobre el asfalto. Hablé con muches. Y aunque las risas y los colores lo cubrían todo, había miradas cargadas de preguntas.
Porque sí, la comunidad LGBTIQ+ en Francia atraviesa días difíciles. Las agresiones aumentan. Los insultos, las amenazas, los discursos de odio crecen otra vez. En 2024, el Ministerio del Interior francés registró 4 800 infracciones por delitos anti-LGBTI+ —un aumento del 5 % respecto al año anterior. Dos de cada diez de estos delitos fueron agresiones físicas, otras dos de cada diez amenazas. SOS Homophobie recibió 1 624 testimonios en 2024, con un 23 % vinculados a la transfobia. Detrás de cada cifra hay vidas. Y miedos. Y un cansancio profundo. Un deseo de ser el que queramos y amar con libertad.
Al preguntar a un grupo por qué siguen saliendo a las calles, una persona me respondió: “Este es el primer Pride en el que participo. Lo hago porque tengo claro quién soy y en qué tipo de sociedad quiero vivir.”
Más tarde, compartiendo una cerveza con varios hombres, escuché: “Porque callar no es opción. El silencio mata.”
Ese eco me persigue. Me pregunto por qué un país que hizo temblar imperios necesita seguir luchando por algo tan básico como la dignidad de amar. Francia, país de las tres palabras que cambiaron la historia —Liberté, Égalité, Fraternité— parece hoy obligada a recordarle al mundo que esos ideales siguen vigentes.
Y, sin embargo, la alegría estaba ahí. Imposible no dejarse arrastrar por los coros que cantaban a la libertad. Por las parejas besándose bajo la lluvia de confeti. Por las familias con niños sobre los hombros.
No es solo furia lo que se vive en estas calles. Es también celebración. Es la certeza de que, aunque haya quien quiera silenciarnos, volveremos una y otra vez a ocupar el espacio.
Eso no es solo un mensaje para Francia. La solidaridad internacional es más que un eslogan bonito. Es un puente. Porque lo que se defiende en París resuena en Bogotá, en Gaza, en Chiapas, en cualquier lugar donde las personas alzan la voz contra la injusticia.
En Colombia sabemos demasiado bien lo que es perder a seres queridos en manos del odio. Sabemos lo que significa marchar, incluso cuando parece que nadie escucha.
Por eso, elegí dejar el museo aquel día y perderme entre la multitud. Para recordarme que lo personal es político. Que mi vida también es válida siendo bisexual y teniendo toda una comunidad que me respalda. Que la vida no cabe entre paredes de piedra, por muy hermosas que sean. Y que no quiero solo contemplar el mundo desde lejos. Quiero estar ahí, donde se defiende el derecho a amar, a existir, a soñar.
He aprendido algo que no se me borra: si no podemos amar libremente, ¿para qué vivir?
Yo elijo la vida. Elijo el amor. Elijo seguir saliendo a las calles, aquí o donde sea, para defenderlas.
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