
Rubén Darío Maffiold Dager
Nacido en Barrancabermeja, Residente en San Gil. Ingeniero Químico, lector empedernido que requiere de escribir para descargar lo leído y lo vivido.
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La memoria del cuerpo y el lenguaje del alma
Uno escucha desde siempre frases sobre lo que influye en el aprendizaje: el entorno, los hábitos, la disciplina, la voluntad. Pero hay una que se repite casi como un dogma: “se aprende más con el ejemplo”. Y así, en la imagen típica del aula moderna, vemos al estudiante como un espectador atento, fijando la mirada en su maestro, escudriñando sus gestos, sus movimientos, como si pudiera absorber el conocimiento con solo mirar, con solo escuchar.
Pero la experiencia me ha enseñado que se aprende mucho antes de entender lo que es aprender. Y se aprende no tanto por repetición o razonamiento, sino porque los sentidos —nuestros cinco sentidos— abren la puerta a eso que luego llamamos memoria.
Ahora que transito la vida con más calma, dejando que el día a día me regale la oportunidad de escribir recuerdos sin prisa, descubro que muchas de las escenas que me acompañan desde la infancia, no obedecen a una lógica aparente. Son recuerdos sin conexión directa con lo que los rodea, fragmentos sueltos. Y sin embargo, ahí están. Porque algo en ellos se aferró a mí. Un olor. Un color. Una textura. Un sonido. Un sabor.
No fue la razón lo que los guardó, sino el cuerpo.
Recuerdo, por ejemplo, un aroma. El de la tierra mojada. Una simple llovizna en una tarde cualquiera y, de pronto, estoy de nuevo en la casa de mi abuelo, la misma que solo visité una vez, hace más de medio siglo. No hay esfuerzo consciente. No hay lógica. Solo está el olor, y con él, el recuerdo entero.
O aquella vez, en quinto de primaria, cuando el profesor de ciencias nos mostró cómo un líquido cambiaba de color al contacto con otro. El simple juego visual de un color virando al rojo o al azul encendió algo dentro de mí. Esa imagen —vívida, intensa— sembró una semilla que años después me llevó a estudiar ingeniería química, y a trabajar, curiosamente, con procesos donde el color era protagonista. Quizás por eso siempre supe que era la vista, ese sentido, el que había elegido por mí mucho antes de que yo supiera escoger.
No somos máquinas racionales que luego sienten. Somos cuerpos que primero perciben. Aprendemos a través de los sentidos, incluso cuando no nos damos cuenta. De hecho, muchas veces no lo sabemos hasta que un estímulo —un sonido, una luz, un aroma— nos lleva de vuelta a algo que no sabíamos que habíamos aprendido.
Miro a mi alrededor y encuentro más ejemplos. El catador de vinos, que distingue las notas de un cabernet solo con cerrar los ojos. El perfumista, que con un soplo de aire reconoce los ingredientes ocultos de una fragancia. El niño ciego, que “lee” un rostro con sus dedos. El músico autodidacta que, con solo oír una melodía una vez, la repite de memoria. ¿No son todos ellos estudiantes del mundo a través de sus sentidos?
Y sin embargo, cuando hablamos de educación, de enseñanza, hemos reducido el aprendizaje a lo verbal y lo abstracto. Las escuelas insisten en el pensamiento lógico, la memorización, la teoría. Enseñamos a leer, a escribir, a sumar, pero rara vez enseñamos a oler, a escuchar con atención, a tocar con intención, a mirar con profundidad.
Olvidamos que antes de la palabra vino el gesto, el color, el sonido.
Pero no todo está perdido. Existen caminos —antiguos y nuevos— que nos devuelven a ese aprendizaje más humano. Pienso en las tribus que enseñan a los niños a cazar afinando el oído, a distinguir el crujir de una hoja del zumbido de un insecto. Pienso en los campesinos que saben cuándo una fruta está en su punto por el color exacto de su piel, por la forma en que huele el árbol, por el sonido que hace al caer.
Y pienso también en algunos métodos que la pedagogía moderna ha redescubierto. Escuelas donde se permite tocar, manipular, explorar. Métodos que combinan el movimiento, la imagen, el sonido y la acción para enseñar a leer o escribir. No se trata de novedades, sino de volver a lo esencial: aprender como aprendimos siempre, como el cuerpo nos enseñó.
Hoy, incluso la tecnología parece querer devolvernos esa experiencia. Hay quienes diseñan espacios de aprendizaje donde se combinan luces, sonidos, aromas, texturas. Realidades inmersivas que intentan simular lo que antes teníamos al salir al campo o al andar descalzos. Es curioso: necesitamos recrear artificialmente lo que la naturaleza siempre nos ofreció.
Quizás por eso, en lugar de esperar a perder alguno de nuestros sentidos para agudizar los otros, deberíamos empezar a educarlos desde ahora. No para volvernos más sensibles, sino más atentos. Más conscientes. Más humanos.
Porque lo que no se percibe, no se comprende. Y lo que no se siente, no se recuerda.
Aprender con todos los sentidos no es una moda ni una técnica. Es una forma de reconciliarnos con la vida, con el cuerpo, con el mundo. Es una manera de habitar el presente y de sembrar memorias profundas. Es un ejercicio placentero, lúdico, vital.
Nos queda, entonces, una gran tarea. Y también una gran aventura: despertar cada sentido como si fuera nuevo. Escuchar más allá del ruido. Mirar más allá de lo obvio. Oler sin miedo. Tocar sin prisa. Saborear sin ansiedad. Y a través de ellos, volver a aprender.
O tal vez, simplemente, recordar lo que ya sabíamos desde niños.
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