
Beatriz Vanegas Athías
Escritora, profesora y editora
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Era enero porque el tiempo era de sol embravecido cuando Diana se asomó por nuestra ventana y nos pidió un pan con queso y café con leche. Así de exigente era. Esa tarde, vestía unos pantalones cortos llenos de tierra, un suéter de franela blanca con el nombre de un político estampado, unas chancletas color café y unas botas de polvo que le llegaban casi a la rodilla. Esta vez no traía los dientes superiores, por eso cuando tocó, además de saludar, lucía una encía parecida a las cercas cuando arrancan uno a uno los puntales amarrados con alambre.
Diana llevaba una niña recién nacida en el brazo izquierdo. Recibió las tostadas, el queso y el café con leche con la mano diestra. Puso la bandeja en el piso de la terraza y se sentó a comer mientras la niña empezaba a llorar. Soltó el pocillo que en ese momento sorbía y sacó una teta flácida y morena con un pezón enrojecido por el uso y se lo calzó a la bebé en la boca. Siguió comiendo y tomando con voracidad, la misma que la recién nacida le imprimía a cada succión de su pezón. Levantó la cabeza y pude ver cómo la boca de Diana estaba coronada de granitos de queso y cómo sobre la cabecita de la hija caía un alud de migas de pan y de queso que la mujer limpiaba con suavidad para no interrumpir la concentración de la recién nacida. Cuando ambas terminaron de comer, Diana me miró y dijo:
—Esta es la cuarta, me voy para Colosó esta noche, porque a ella no me la quitan.
La ayudé a ponerse en pie y en el piso, donde estuvo sentada con sus piernas manchadas, quedó tatuada una mariposa de sangre de alas negras. Miró cómo había dejado el piso y soltó una carcajada:
—¡Ahí perdonará el manchón, parece que le dejé oficio que hacer! —, Y se fue calle abajo con un morral decrépito al hombro y un bultico que empezó a gritar a todo galillo cuando recibió el sol de las tres de la tarde.
Cuando fue diciembre Diana pasó corriendo frente a nuestra casa con una niña que seguía llorando, pero ahora mostraba unas piernecitas endebles que no le ayudaban a alcanzar a la mamá que corría desaforada hacia unas casas en construcción donde se armó una alharaca
de albañiles cuando vieron la calentura que Diana traía. La niña desistió y quedó exhausta sobre el pretil y dejó ir a la madre mientras jugaba con una maraca partida.
En agosto del siguiente año la volvimos a ver. La niña ya no estaba con ella, pero Diana traía el vientre inflado nuevamente y sus piernas parecían dos pilones por la hinchazón que las acompañaba. Venía sacando madre y repartiendo improperios contra unos fantasmas vestidos de blanco que nada más esperaban que ella tuviera un hijo y enseguida se lo robaban. Pero que esperaran a ver quién se cansaba primero, si ellos de robar o ella de parir.
El veintitrés de diciembre nació un niño negro y gordo que dejó a Diana con diminutas goteras en el cuerpo por donde parecía que se le iban a escapar todos sus líquidos. Dormía en los pretiles. Las venas varices estaban a punto de estallar. Sus axilas daban cuenta del amasijo de olores que crecía incontenible. Dolía mirarlos, ni la lluvia podía borrar las huellas del reguero de sangre de Diana y del llanto del niño. Diana iba y venía como la luz de los foquitos del árbol de navidad. Pero en esta ocasión había un especial cuidado hacia el niño que le había nacido por quinta vez: lo protegía con encono y agresividad.
Construía jaulas invisibles en la terraza que elegía para pasar la noche y todo aquel que se acercara, se las veía con las piedras que lanzaba. Más de uno que intentó transgredir los límites establecidos por ella le zumbó cerca de la oreja el guijarro acompañado de furia. Pero el cansancio la venció una tarde y al despertar a eso de la nueve de la noche su hijo había desaparecido. Hubo que cerrar puertas y ventanas de cada vivienda de la cuadra porque Diana desenterró piedras de sitios inimaginables e inicio un combate contra el vecindario hasta que la policía apareció y se la llevó esposada, maltrecha, echando sudor por todo su cuerpo y gritando que los del Bienestar eran unos hijueputas.
Poco a poco se formaron grupitos de vecinos dedicados a examinar el daño hecho por Diana. Sin embargo, nadie la juzgó, porque la verdad estaba revelada en cada ventana rota y en cada improperio lanzado contra la abogada que solicitaba la autorización escrita de la desmemoriada Diana para que permitiera su esterilización.
Como nuestra conmiseración era frágil, producto de muchas carencias causantes de actos miserables, el dolor por la suerte de Diana y sus hijos demoró tanto como la puntual llegada de la policía.
Brilla tanto el tedio que a veces se convierte en aventura. Durante los dos años que me quedé a vivir en aquel pueblo, Diana tuvo dos hijos más. Vencida, extenuada, no gritaba,
no reclamaba, sólo esperaba que vinieran por sus hijos y desde la terraza de turno, veía pasar al blanco Rafael o al negro Manuel Pablo y les gritaba:
—Ve, este que cargo ahora es tuyo, ¿también tú vas a dejar que me lo quiten?
Del libro: Mala mujer, no tiene corazón
Ediciones Corazón de mango
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