
Manuel Humberto Restrepo Domínguez
Profesor Titular de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Ph.D en DDHH; Ps.D., en DDHH y Economía; Miembro de la Mesa de gobernabilidad y paz, SUE.
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Hace pocos días, por primera vez en la historia de Colombia, se condenó judicialmente a un expresidente de la República. Deberá pagar 12 años de cárcel y 10 de inhabilidad para ejercer cargos públicos, por haber cometido dos delitos comunes, es decir, no relacionados con su actividad política.
El hoy condenado Uribe Vélez es el dirigente político más poderoso que hay en Colombia. Es propietario, entre otras cosas, de inmuebles rurales y urbanos, animales de todo tipo y especie, de un partido con personería jurídica, dirigentes gremiales, líderes políticos, hombres y mujeres que portan y usan en armas legales e ilegales.
Contra él hay centenares de denuncias por crímenes cometidos bajo su influencia o, según dice en algunos expedientes, por órdenes que directa y personalmente impartió. Personifica una era de horror sistemático, parecido, pero distinto, al “orden” de finales de los años 40s y principios de los 50s del siglo veinte, en cuyo nombre se promovió y ejecuto el llamado periodo de La Violencia que nos dejó un saldo de algo más 200 mil muertes violentas.
La Era de Horror que Uribe encarna, también se parece a otras épocas igualmente violentas: la de la “defensa del orden” de los 60s, en cuyo nombre se empezaron a crear los grupos paramilitares; la del “Estado de Sitio” de los 70, que permitió la restricción sistemática de los derechos civiles y políticos de la ciudadanía y, finalmente a la del “estatuto de seguridad” de los 80, mediante la cual se organizó y se hizo sistemática la violación de los derechos humanos.
La Era de Horror se presentó bajo el seudónimo de Seguridad Democrática. Se dijo que serviría para derrotar a una guerrilla que había ganado espacios geográficos al mismo ritmo que perdía simpatía social.
Unas pocas personas la vivieron como la posibilidad de regresar a sus fincas, otras como una oportunidad de enriquecerse, apropiándose de tierras abandonadas forzosamente por campesinos que fueron señalados como guerrilleros de civil y otros muchos como una sombra que podría descuartizarlos o llevarlos a los hornos crematorios de otras fincas.
La seguridad democrática extendió la idea de que “todo vale” para conservar privilegios. Los paramilitares, como si estuvieran en su última carrera, entre el 2000 y 2004 desataron su máxima crueldad (masacres, asesinatos selectivos, desapariciones, despojo) en favor de los determinadores encargados del trabajo de oficina (espionaje, montajes judiciales, falsos atentados, falsas desmovilizaciones, falsas noticias y listas de enemigos a neutralizar).
Nada era al azar. El “enemigo” debía ser borrado y dejar inoperantes a los sistemas de justicia. Como en un genocidio, todo lo que hizo el Estado durante esa Era, tenía la intencionalidad y la sistematicidad de eliminar al adversario, al desobediente. Si algo llegara a fallar y los criminales fueran descubiertos, los sistemas judiciales no podrían cumplir su misión de verdad, castigo y reparación, por omisión, corrupción o debilidad.
Esto que afirmo, usted lo puede corroborar en portales como Verdad Abierta, en el Informe de Comisión de la Verdad, en los expedientes judiciales de paramilitares -desmovilizados presos o no; lo puede verificar leyendo las sentencias condenatorias que se dictaron contra personas del equipo de gobierno que tuvo el propio Uribe Vélez en sus dos periodos presidenciales: ministros, embajadores, congresistas, directores de agencias de seguridad del estado, oficiales de policía y ejército, fiscales y presidentes de las altas cortes de justicia.
En ese contexto, activistas, líderes sociales y defensores de derechos humanos nos preguntamos el para qué derechos humanos, siendo que los juzgados y tribunales también eran presa del miedo o, simplemente, eran parte de la maquinaria de la Era del Horror: ¿para qué sirven cuando la justicia es frágil?
La sentencia que condenó a Uribe Vélez nos permite entender que, en tiempos de barbarie, los derechos son una trinchera ética, una herramienta jurídica y una pedagogía de la dignidad para prevenir que retorne el mismo horror y para mantener viva la memoria y posibilidad de reparación. Porque, aunque no haya justicia perfecta, mientras haya verdad y memoria hay esperanza de vida en paz.
Si la seguridad democrática, liderada por el expresidente hoy condenado por delitos comunes de soborno y fraude, representó la forma más extrema de violencia ocurrida en el siglo XXI, su consecuencia más devastadora ha sido la impunidad.
Impunidad que se ha roto parcialmente. No por la acción del sistema de justicia, si no por la virtud del saber y la rectitud ética del actuar de una juez que ha interpretado el derecho aún contra las barreras del mismo sistema. Ella y su sentencia han abierto una inmensa ventana para que la acción de la justicia les permita a los derechos humanos convertirse en una forma de resistencia simbólica y documental que preserva la memoria de los crímenes, legitima la voz de las víctimas y mantiene abiertos los caminos hacia la reparación futura.
La memoria de los crímenes queda atada a la condena histórica y judicial, del “líder preso”. No para ser usada con odio o resentimiento, sino para reafirmar el compromiso ético con el presente y posicionar radicalmente un sentido de humanidad solidaria que permita nombrar el crimen por su nombre y, así, resistir al olvido y evitar su banalización.
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