
Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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El grupo criminal que ejecutó el magnicidio de Miguel Uribe Turbay se coordinaba en un chat de WhatsApp llamado “Plata o plomo”. La sola mención de ese nombre estremece recuerdos que ya habíamos puesto con pudor debajo del tapete. Es como un eco macabro que nos recuerda el lenguaje con el que el narcotráfico de los años 80 y 90 se impuso sobre la sociedad colombiana: O aceptabas el dinero, o terminabas sentenciado a muerte. Así de crudo, así de rudo, así de binario.
Y, sin embargo, más de tres décadas después, me pregunto cuánto de esa cultura sigue viva entre nosotros. Es cierto que hoy los criminales son menos estridentes que en los tiempos de los carteles, pero su poder corrosivo no ha desaparecido. Siguen comprando conciencias, destruyendo la moral y quebrando voluntades. Lo que cambió fue el método: ya no siempre hace falta el plomo. Con la sola plata —la del soborno, la del “favorcito”, la del contrato amañado— logran la rendición silenciosa de quienes prefieren acomodarse a la corrupción que enfrentarse al riesgo de la honestidad. Ser honrado es un deporte de alto riesgo en Colombia.
Lo preocupante es que, como sociedad, hemos empezado a normalizar esa transacción como si nada. Ya no siempre se necesita la amenaza explícita; basta con la tentación. “Plata o plomo” se degradó en muchos ámbitos a un “plata o plata”. Triste que se haya rebajado una negociación, muchas veces. La violencia dejó de ser indispensable cuando el soborno encontró terreno fértil en nuestra cotidianidad, en las sinuosas arrugas de la moral flexible. Como profesor lo he vivido cuando un estudiante prefiere la nota fácil antes que el esfuerzo de aprender; y cuando me encuentro a un profesional que anhela enriquecerse sin trabajar, o cuando muchos justifican el atajo como un signo de “viveza” y no de corrupción.
Colombia lleva décadas siendo chantajeada, pero lo más doloroso es que ya no solo nos chantajean desde afuera: hemos interiorizado el mecanismo. Lo hemos convertido en parte de nuestra cultura, en un código de interacción social. Y esa es la peor derrota: aceptar que el valor de la plata vale más que el valor de la palabra, del trabajo o de la dignidad.
Hoy, frente a la tragedia de un país que aún llora a un candidato asesinado (y no lo suficiente a muchos otros caídos) no deberíamos quedarnos en la indignación momentánea. La pregunta es si seremos capaces de cortar con esa herencia cultural que nos dejó el narcotráfico, o si seguiremos repitiendo, sin darnos cuenta, el viejo mandato mafioso. Porque mientras el dinero siga siendo la medida de lo aceptable, el plomo seguirá merodeando, asomándose por encima del hombro.
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