
Edgar Torres
Profesor de filosofía. Narrador
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La segunda noche del cuarto menguante de septiembre del año 25, el joven Heliodoro tuvo un sueño confuso y extraño. Conducía su arreo de mulas cargadas de miel, a través de un camino sombreado por bosques de guadua, abarcados en una burbuja de lluvia. Una gota que no mojaba la tierra ni las ropas. Sin preguntarse por ese diminuto continente, la vía se le abrió hacia una planicie brumosa poblada por una aldea de casas construidas con ladrillo crudo, paredes sin puertas ni ventanas, pero con escaleras móviles, por donde subían y bajaban gentes de todas las edades cargando costales de diversos pesos, medidas y colores. Sobre los techos caminaban otras personas que llevaban en brazos sus rebaños de cabras, corderos y terneros.
La aldea estaba delimitada por canales de agua desviada de un rio turbio, que también humedecía la tierra elegantemente cultivada de frutos y raíces alimenticias. Toda la vegetación se movía acompasada por el aire de otra burbuja de colores inclinados hacia un costado y otro. Al tiempo, un universo de pompas y esferas desaparecían y vuelta otra vez a aparecer intercambiando las naturalezas de la yuca por maíz y frijoles; el algodón y el plátano aparecidos en forma de ajíes, pimientos, calabazas y enredaderas de guatila. Todo el mundo trasmutaba sus seres cambiando y cambiando el desorden universal hasta marear los ojos y oscurecer el entendimiento. Tampoco el agua permanecía tranquila en sus canales. En un abrir y cerrar de ojos, las burbujas que las sostenían ordenadas, las transformaban en terrenos anegadizos y hediondos de arena movediza que se abría para tragarse a los niños que corrían cantando y gritando desaforadamente.
El arreo de bestias parecía inmune a tales avatares. Se desplazaba mansamente por el camino invisible que ellas identificaban con sus narices resopladoras y sus orejas alerta, mientras, en sentido contrario aparecía una estela de bueyes de tiro, jalando carretas y vigas de rastra que transportaban bloques de piedras brillantes como el mármol del altar de la iglesia. Heliodorito confiaba en la mansedumbre y baquía de sus mulares, esperando que se detuvieran: pero no fue así. Los dos grupos continuaron su marcha, se encontraron frente a frente como si no se percataran los unos de los otros; continuaron sin demora y pasaron mezclando sus cuerpos y sus cargas, disueltas unas en otras, como fantasías inaprensibles y risueñas. Él mismo quedó atrapado contra la primera yunta de bueyes tira piedra, sin lugar ni tiempo para hacerse a un lado, por lo cual fue envestido y dulcemente atravesado por un aire cálido que cruzó entre su cuerpo sin herirlo ni moverlo del lugar. Así mismo todas y cada una de las criaturas con sus aperos, sus cargas; su multitud de conductores cabresteros y sus propios arrieros pasaron consoladas contra la dureza del mundo físico de todos los días, en todos los rincones del universo.
Los lugares se desvanecían albergando 2, 3, y más cuerpos patas arriba, unos de otros en el mismo lugar, sostenidos por el color. Sus formas permanecían separadas solamente por una música que provenía de las profundas aguas originales donde se sostenía el disco terrestre, a su vez suspendidas entre los pliegues del entendimiento y el universo de las lenguas muertas. Bajo el cielo de latón brillante aparecieron decenas de mujeres sagradas como la primigenia diosa de las cosechas, caminando sobre sus pies en forma de patas de pájaros, provistas con alas de águilas y gavilanes; todo el universo femenino finalmente .0angelicales, acompañados de perversas y ondulantes serpientes con lenguas abiertas en tres y cuatro puntas amenazantes. Entre el desorden descendieron del aire miles de hombres de largas y tupidas cabelleras coronadas por cuernos de toros de lidia, yaks y poderosos hipopótamos, montados por jovencitas de cabellos armoniosos, tintineando notas musicales apaciguadoras y tranquilas por estar alineadas perfectamente entre los sucesos del pasado, el presente y el futuro continuo del modo soberano y una dimensión extinta que se deslizaba entre los dedos.
En medio del revoltijo y la superposición, no sabía si había una dirección por dónde caminar o daba vueltas en círculo. Tampoco era seguro que estuviese empezando o anduviese por mitad de camino. Tropezó con una enorme estela de piedra caliza con una representación de cacería humana y exhibición del enemigo vencido, con sus cabezas cortadas y levantadas por el ejército del Gran Señor de los Horizontes de Ur, triunfante, de pie en el centro de la diversidad. En ella se vio a sí mismo representado y presente, caminando de cuerpo entero atravesado por la roca, sin dolor, sin alegría, solo con la frialdad de siglos y siglos tras los cuales se desdibujan las hazañas de unos y los dolores de otros. El bullicio y los gritos de gloria eran idénticos al llanto de niños, mujeres, seres agonizantes, fieras heridas a zarpazos y ángeles desterrados del universo sonoro de felicidad sin cuerpo.
Irrumpieron tambores de guerra coreando series aritméticas, mitos, lamentaciones y proverbios, tras lo cual descendió un Ravana con diecinueve perros turbulentos y babeantes encadenados a sus brazos. Celebraban su momento con prodigiosos saltos para cubrir leguas de tierra desértica, olorosa al rencor de maldiciones sin término. Tras ellos correteaban batallones de monos titíes, micos aulladores y amorosas familias de mandriles envueltas por una nube de plagas originarias de las selvas del otro lado de todos los universos y los tiempos.
Heliodorito no sentía temor, ni expectativa alguna por salir de la confusión. Flotaba en la conformidad consigo mismo y con las generaciones que le dieron su vida, de algún modo presentes aquí y ahora en esta fantasía. Mañana y todos los tiempos venideros eran lo de menos, pues ni siquiera imaginaba que existieran. Todo estaba bien de no ser por una voz algo conocida que lo llamaba, sin saber de dónde. Al tercer llamado supo claramente que era la voz de la difunta Resurrección Pinillos, su madrina que lo ayudó a nacer y que, antes de morir le prometió cuidar de él y su mujer. Se hizo visible en el centro de una burbuja de mujeres embarazadas, paridoras del género humano, comadronas y reinas de lejanas comarcas.
“Ahijado, le dijo la difunta. No tenga miedo de vivir”. Le tomó las manos entre las suyas y le mostró el mundo vivo en millones de burbujas donde había tantas cosas maravillosas de otros tiempos, como lo imposible de mañana presente ahora mismo; lo impenetrable y duro era la maternidad y su ternura. Lo abrazó dulcemente y lo llevó frente a una mujer de piedra y metal, con su cabeza diminuta, de caderas enormes, embarazada hace siglos en un punto del lejano cielo llamado la Luz de San Guillermo. La mujer estaba tan viva y era tan venerada admirada que a ella venían de todos los puntos de la estrella de los tiempos, a consolarle sus dolores de parto, a ofrendarle sus besos y a pedirle socorro para el bien nacer. En ese universo de las burbujas, continentes de todos los lugares y momentos, la vida se construía y moría permanentemente en unión con todos los compadres; con todos los conocidos y desconocidos, con quienes se encuentran como palabras y obras; entre ilusiones, temores y cariños.
“Acá se sabe todo, le dijo cariñosamente la aparición, porque todo sucede uno entre otro, uno con otro y consigo mismo. Se sabe porque el mundo es contundente como el pensamiento impenetrable y gaseoso. Todo. Todo se sabe, Heliodoro.
“Se sabe que el demonio Lucifer lo anda buscando a Usted para ofrecerle un mundo de riquezas y placeres sin esfuerzo alguno. Se sabe también, que Usted lo ha rechazado porque comprometió su verdad y su palabra. Eso está muy bien. Pero, ya mismo. a esta celebración del nadiverso tiempo, le traigo de regalo la dispensa conforme al trabajo, al respeto por los animales y las cosas; al amor por las gentes y todos sus amigos. Nada hay, ni hubo, ni habrá en sus manos que sea ganado de mala forma. Es su única verdad. Por eso estoy acá en sus sueños y en su vida con mi promesa de estar siempre presente para sostenerlo en la bondad y la suerte. Confíe en su amistad con la tierra que lo sostiene y le brinda sus frutos.”
La voz de la difunta siguió chachareando, pero Heliodoro despertó. Abrió los ojos durante unos instantes corroborando que estaba en vela. Se dio vuelta sobre la estera, abrazó a su mujer y le dijo suavemente: “Tuve un sueño, señora”. Pero ella no despertó. El hombre se hundió otra vez en la tranquila inconciencia del amanecer.
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