
Juan Carlos Silva
Magíster en Lingüística y Economista UPTC
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Perdónalos, porque no saben lo que hacen
Sigmund Freud, en El malestar en la cultura, planteó que la guerra constituye una forma de locura colectiva. No es el gesto de un individuo aislado, sino el desbordamiento de las pulsiones destructivas de grupos humanos que, bajo la bandera de la nación, la religión o la ideología, se autorizan mutuamente a ejercer la violencia más extrema. La cultura, según Freud, es un frágil dique que intenta contener esas fuerzas; cuando se quiebra, emerge lo que él llamó la pulsión de muerte, extendida en proporciones masivas.
Con este lente se puede observar el estropicio del actual conflicto en Medio Oriente. Todos los actores, cada uno con su propio relato histórico y moral, se acusan mutuamente de ser los responsables de los estragos. Pero detrás de esa retórica, late un temor común: la aniquilación de sus propios pueblos. La lógica del si no vencemos, seremos exterminados alimenta un círculo vicioso de violencia que no admite tregua. Aquí la lucidez se apaga y la razón se vuelve rehén del instinto más primitivo: sobrevivir a cualquier costo.
La historia reciente nos advierte que los conflictos prolongados no siempre concluyen mediante la negociación. La Segunda Guerra Mundial, con decenas de millones de muertos, no se cerró con conversaciones ni pactos iniciales de paz, sino con un hecho límite: el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Ese acto, tan horroroso como definitivo, no solo forzó la rendición japonesa sino que inauguró la era nuclear, en la que la humanidad entera quedó bajo la sombra de su posible autodestrucción.
La comparación con el presente es alarmante. Si la guerra es una locura colectiva, cabe preguntarse qué acontecimiento de magnitud catastrófica podría clausurar los conflictos actuales. El temor no es infundado: la tecnología militar contemporánea multiplica exponencialmente la capacidad de aniquilación. Un desenlace de este tipo, aunque imprevisible en sus formas, tendría proporciones, consecuencias y secuelas incalculables, no ya para una región, sino para la civilización entera.
Clausewitz definió la guerra como la continuación de la política por otros medios. Sin embargo, en las guerras actuales asistimos a un quiebre de esa definición: la guerra no aparece como prolongación de la política racional, sino como su negación absoluta, como el fracaso total del diálogo. Hannah Arendt lo advirtió al analizar los totalitarismos: la política deja de existir allí donde la violencia ocupa todo el espacio.
Por eso, el peligro de un desenlace atómico o equivalente no es solo una hipótesis pesimista, sino una posibilidad inscrita en la lógica misma de la guerra moderna. Zygmunt Bauman llamó a nuestra época “modernidad líquida”, donde la inseguridad es el signo constante; si a esa inseguridad se suma el poder devastador de la técnica militar, la humanidad queda expuesta a lo que Günther Anders describía como el obsoleto ser humano: incapaz de controlar las máquinas que él mismo construyó para su destrucción.
Así, la reflexión freudiana no pierde vigencia: la guerra es locura colectiva porque no responde a la razón, sino a impulsos compartidos de venganza, miedo y dominio, que terminan arrastrando a sociedades enteras. Mientras esa locura no encuentre diques firmes en instituciones capaces de sostener el diálogo y la diplomacia, la historia corre el riesgo de repetirse en formas aún más destructivas
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