
Margarita María Durán Urrea
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En estos días, en uno de los tres discursos que dio durante su estadía en Nueva York, Gustavo Petro habló de los migrantes. En respuesta al discurso de Donald Trump ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en el que Trump afirmó que el gran problema de la economía de los países del Norte global es haber abierto las puertas a la migración, Petro argumentó que quienes emigran contribuyen a las economías de los países a donde llegan, pues la riqueza se crea con trabajo, y los inmigrantes llegan a trabajar.
Dijo, además, algo certero: que los migrantes dejan la tierra de sus amores y de sus recuerdos, y que mientras el país que los recibe gana, su tierra de origen pierde. Que, si por él fuera, repatriaría a todos los colombianos emigrados. Más si no son bien recibidos, pues uno no se amaña donde no lo quieren.
Su discurso contradice la postura, muy frecuente en estos días de ascenso de la ultra derecha global, de que los migrantes son una amenaza, que a donde llegan roban, que se benefician de los recursos de los países que los reciben, en suma, que son un problema. Como si migrar fuera un tema de hoy y no una parte integral de la condición humana.
Desde la salida del Homo Sapiens primero desde la cuenca del río Zambeze, para expandirse en diáspora por el norte de África, Asia y Europa, hasta la formación de las naciones contemporáneas, la historia nos muestra que la migración es un asunto permanente y necesario, que dinamiza las transformaciones culturales, da respuesta a las coyunturas y enriquece y diversifica las sociedades.
Colombia tiene su propia historia con la migración, tanto la saliente, disparada en la última década al calor de titulares de los medios tradicionales que afirmaban que Finlandia, Luxemburgo o Alemania “necesitaban colombianos”, como la migración entrante, como la migración interna.
Durante el último siglo, esta migración interna se ha desarrollado en gran medida al vaivén de las violencias armadas y económicas que presionaron a las gentes a moverse y hacer vida en otro lugar. El departamento de Santander, y particularmente su región sur, fue un gran expulsor de coterráneos durante la Violencia del 49 y las décadas posteriores; emigrantes que se radicaron principalmente en Bucaramanga, en Bogotá y en la Costa Caribe.
Aunque la historia oficial de la Violencia dice que fue una confrontación entre liberales y conservadores, los estudios críticos señalan que las violencias del siglo XX fueron una forma de expansión territorial y de control político desarrollada por los gamonales o terratenientes locales. Estos poderosos auspiciaron a bandas armadas ilegales para agredir a las personas, expropiarles sus bienes y expulsarlas de sus tierras y regiones de origen, al amparo de un discurso político.
Su verdadera justificación era el dinero: quedarse con las tierras y recursos de los que se marcharon. En segundo lugar, el poder: someter a las clases populares que se quedaron en los territorios y expulsar o asesinar a quienes no podían dominar. Las casas y los campos se fueron quedando solos, y esta soledad trajo una pobreza que produjo la partida de nuevas generaciones.
Del sur de Santander se han ido, desde los años cincuenta, muchos hombres jóvenes y no tan jóvenes, así como familias, primero buscando salvar la vida y luego buscando algo en que ganársela. En el Caribe, se dice que todas las tiendas son de santandereanos y que los que prosperaron fueron los de Zapatoca. En efecto, muchos coterráneos de San Gil, Barichara, Villanueva, Zapatoca, Cabrera y otros pueblos llegaron a la Costa a trabajar en tiendas, y encajaron en ese negocio por una razón sencilla: eran campesinos y campesinas, y se necesitaba saber del campo para escoger y comprar los víveres con los que surtían las tiendas.
Pero migrar es difícil, tanto en los años cincuenta como ahora; como lo resumió para mí un tendero barichara, un campesino emigrado al Caribe en los años cincuenta, a sus veintipocos años: “Llegué a Barranquilla a las diez de la noche, con una caja de cartón en la mano, buscando una dirección… Yo qué sabía [sic] ¿que era una dirección? ¡Si en mi vida yo nunca había visto una dirección!”
Las ciudades eran hostiles, criminales y peligrosas. Algunos prosperaron, otros no, pero todos dejaron atrás una vida sencilla de pueblo y de campo, sus familias y sus amigos, para trabajar largas horas y labrarse otro rumbo. Pocos retornaron definitivamente al lugar que los vio nacer; en cambio, viajan en los diciembres y en ocasiones especiales a lo que Petro llamó en su discurso “la tierra de sus amores”, su patria chica, en ese incansable volver que es la vida del colombiano.
No en vano las fiestas de los pueblos se llaman, con frecuencia, Ferias y Fiestas del Retorno. En Barichara, la primera se celebró dos décadas largas después de la violencia del 49, cuando algunos expulsados pudieron volver por primera vez a su pueblo y reencontrarse con las personas que habían dejado atrás sin ser asesinados. Pero estos retornos son temporales, pues la vida perdida no puede restablecerse.
Quienes se marcharon encontraron otras formas de estar presentes. Así como hoy las personas venezolanas migrantes en Colombia envían divisas a sus familias, en las décadas del 50 a los 90, e incluso ahora, los emigrantes santandereanos en la Costa enviaban dinero a casa. También ingeniaban otras formas de apoyar a quienes habían dejado atrás: ayudarlos a irse al Caribe o a la capital a buscar trabajo, patrocinar obras necesarias como la construcción de vías, iglesias o parques, financiar la fundación de asilos para el cuidado de las personas ancianas, e incluso, promover festivales, como el de la Talla de la Piedra.
Siempre cabe preguntarse, si estando en la distancia lograron ser de apoyo, ¿qué habrían hecho en su tierra si hubieran empeñado el mismo trabajo quedándose en casa?
Quizás es por esto que cada feria y cada diciembre bailamos al son de “El hijo ausente”, ese tema de Pastor López grabado por Discos Fuentes y que empezó a sonar en 1965. Todas y todos tenemos en nuestras familias integrantes queridos, parientes cercanos y lejanos e incluso familiares desconocidos, amén de amigos y vecinos, que han emigrado, que están dándole a otra tierra su amor y su trabajo, y que nos hacen falta. Ojalá, como dice la canción, que el año que viene estén presentes, y que Dios los guarde de la muerte.
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