
Gustavo Melo Barrera
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Durante décadas, Estados Unidos fue el espejo del éxito capitalista: abundancia, supermercados repletos y una clase media que parecía inquebrantable. Sin embargo, bajo la superficie del consumo y el crédito, algo comenzó a fracturarse. Hoy, el país más rico del planeta enfrenta una creciente escasez de alimentos básicos, un costo de vida asfixiante y una migración laboral en retroceso que amenaza su estructura productiva.
En ciudades como Nueva York o Los Ángeles, el precio de una canasta básica se ha disparado más del 25 % en apenas tres años. El índice de precios de alimentos de la Oficina de Estadísticas Laborales muestra un aumento sostenido incluso cuando la inflación general parece moderarse. Lo que antes era símbolo de opulencia —los anaqueles llenos y el desperdicio sin culpa— hoy empieza a mostrar grietas. Las familias de ingresos medios ya reducen porciones, cambian marcas o dependen de bancos de alimentos, una escena impensable en la América de los años 90.
El costo invisible del libre comercio
Paradójicamente, parte de esta crisis proviene de los mismos tratados de libre comercio que EE. UU. impulsó como motor de globalización. La deslocalización industrial hacia Asia y Latinoamérica redujo costos por décadas, pero también vació fábricas, debilitó sindicatos y desplazó millones de empleos rurales. Hoy, cuando las tensiones con China y los conflictos logísticos globales encarecen el transporte y los insumos, el país se descubre dependiente de importaciones que antes producía internamente.
La paradoja es brutal: los aranceles que Washington impone a países latinoamericanos o asiáticos en nombre de la “seguridad nacional” terminan encareciendo los alimentos que consumen sus propios ciudadanos. Mientras se subsidian granjas industriales y se restringe el ingreso de productos agrícolas más competitivos, la estructura de precios internos se distorsiona. En algunos estados, producir un kilo de maíz cuesta el doble que importarlo de México, pero los aranceles impiden ese flujo natural del mercado.
El ideal del “libre comercio” se ha convertido en un tablero de proteccionismo selectivo: libre para las corporaciones, restrictivo para los productores pequeños y para los países socios. El resultado es una economía menos eficiente, más cara y socialmente fracturada.
La otra migración: cuando los trabajadores se van
A esta ecuación se suma un fenómeno silencioso pero determinante: el éxodo de trabajadores migrantes. Miles de hispanos, centroamericanos y caribeños que durante años sostuvieron sectores agrícolas, de limpieza y construcción están retornando a sus países de origen o buscando otros destinos más estables. Las causas son múltiples: persecución migratoria, inflación, precariedad laboral y un clima político cada vez más hostil.
El resultado es que sectores enteros, desde la agricultura hasta la hostelería, ya no encuentran mano de obra suficiente. En California, por ejemplo, los productores reportan cosechas enteras perdidas por falta de personal. Los trabajadores que antes eran vistos como “ilegales” hoy resultan indispensables, pero el país se niega a reconocer su papel estructural en la economía.
La escasez de alimentos y el alza de precios no son, por tanto, una simple consecuencia económica: son el reflejo moral de un sistema que expulsó a quienes lo mantenían funcionando.
Un modelo que se encierra sobre sí mismo
Las políticas de “América primero”, reeditadas tanto por republicanos como por demócratas, parecen haber cerrado el círculo de la paradoja. EE. UU. defiende la globalización cuando le beneficia, pero levanta muros —físicos y arancelarios— cuando teme perder control. Ese doble discurso lo ha llevado a una economía menos resiliente, incapaz de garantizar el bienestar interno sin recurrir al crédito o a la deuda pública.
El proteccionismo, sumado a la concentración corporativa en el sector alimentario (cuatro empresas controlan más del 80 % del procesamiento de carne, por ejemplo), ha dejado al país vulnerable ante cualquier crisis de suministros. Un desastre climático, una guerra o un nuevo conflicto comercial bastan para disparar los precios y poner en jaque la seguridad alimentaria.
El espejo que devuelve la realidad
Hoy, Washington enfrenta una encrucijada histórica. La revisión de los tratados de libre comercio ya no es solo una demanda de países emergentes, sino una necesidad interna. Los aranceles abusivos, el monopolio agroindustrial y la pérdida de mano de obra migrante conforman un cóctel que amenaza con un declive productivo estructural.
Estados Unidos deberá decidir si continúa defendiendo un modelo de globalización desigual o si apuesta por una economía más equitativa y sostenible, donde la prosperidad no dependa de quién puede pagar la cuenta más alta en el supermercado.
Porque, al final, el hambre —real o simbólica— siempre termina derrumbando los imperios.


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