
Gustavo Melo Barrera
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Colombia, ese país donde las vacas votan, los notarios sueñan con títulos falsos y los baldíos tienen dueño, acaba de presenciar otra joya de su payasada institucional: la Corte Suprema decidió rechazar la denuncia contra ocho congresistas señalados por la Agencia Nacional de Tierras (ANT) por presunta ocupación irregular de tierras baldías.
Sí, esos mismos baldíos que, según la ley, deberían destinarse a campesinos sin tierra, pero que siempre terminan en manos de algún político con sombrero nuevo y una retroexcavadora sentimental.
La noticia se sintió como una ráfaga de realismo mágico judicial:
“No hay mérito para investigar”, dijo la Corte, con esa elegancia de quien se limpia las manos con papel membretado.
Mientras tanto, los campesinos desplazados siguen esperando el milagro del catastro, ese unicornio tecnológico que nunca llega. Y en los pasillos del Capitolio, algunos congresistas ya celebraban con café de origen y una sonrisa de latifundista satisfecho.
Un país donde los baldíos tienen dueño y la justicia no
La decisión judicial, más que una resolución, parece un episodio de Sábados Felices en toga. Porque aquí los baldíos son como los santos: todo el mundo los venera, pero nadie sabe dónde están realmente.
El Estado los busca con GPS, drones y promesas electorales, pero curiosamente siempre aparecen inscritos a nombre de sociedades familiares, primos segundos o fundaciones con nombres tan poéticos como “Progreso Verde del Llano S.A.S.”
Según la ANT, había pruebas de ocupaciones irregulares, transferencias dudosas y un largo prontuario de “movimientos de papeles”. Pero la Corte, en su infinita sabiduría celestial, concluyó que “no había claridad suficiente”.
Claro, porque en Colombia la claridad judicial es como la honestidad política: se evapora con el primer rayo de sol.
El arte colombiano de absolverse mutuamente
Aquí, las instituciones se vigilan entre sí con la eficacia de una familia disfuncional: todos se espían, pero nadie se toca.
La ANT denuncia, la Corte archiva, los medios lo comentan un día y el Congreso brinda.
Y así, el país sigue girando sobre ese eje de cinismo donde la impunidad es el verdadero motor del desarrollo rural.
El argumento jurídico principal de la Corte parece sacado de una novela costumbrista:
“No hay pruebas de que los congresistas conocieran la naturaleza de baldío de los terrenos”.
¡Maravilloso! En otras palabras: uno puede ocupar un baldío y venderlo, siempre y cuando alegue que creía que era suyo.
Un principio que, de aplicarse a todos los delitos, nos convertiría en la nación más inocente del planeta.
—“Señor juez, yo no sabía que eso era cocaína, creí que era abono orgánico”—.
Y absolución inmediata.
Expertos en nada, pero con títulos de todo
Los expertos consultados —que en Colombia son legión— dicen que el caso revela una vez más el “vacío institucional” en la administración de tierras.
Un profesor de derecho agrario de la Universidad Nacional explicó:
“El problema no es solo jurídico, sino moral. Aquí se legisla con un pie en el Congreso y el otro en la finca”.
Y un analista político de la Universidad Javeriana fue más directo:
“Colombia no tiene reforma agraria: tiene una contrarreforma permanente, escrita por quienes más se benefician de ella”.
Pero el mejor análisis vino de un campesino de la zona del Magdalena Medio, entrevistado por una emisora local:
“Si esos baldíos son pa’ los pobres, entonces nosotros estamos invadiendo el país equivocado”.
El milagro de los abogados multiplicadores
Porque ahora viene la parte más divina del asunto: las defensas jurídicas.
Despachos carísimos, abogados con corbatas de seda y consultoras con nombres en inglés ya preparan las estrategias para limpiar los nombres de los congresistas.
Y uno no puede evitar preguntarse —con la inocencia de un noticiero estatal—:
¿Con qué van a pagar esas defensas?
¿Con los mismos baldíos?
¿Con ganado “de herencia”?
¿O tal vez con un cultivo alternativo, de esos que crecen rápido y exportan mejor que el café?
La Corte, por supuesto, no responde esas preguntas. No es su función. Su papel es impartir justicia… o al menos, simular que la busca.
Mientras tanto, el país rural, ese que debería ser el corazón de la reforma agraria y la paz total, sigue esperando una sentencia que nunca llega.
Como decía un viejo dirigente campesino:
“Aquí la justicia camina más despacio que una mula con resaca”.
La justicia agraria: esa tragicomedia que nunca termina
La historia de los baldíos es la mejor serie política que Colombia jamás cancelará.
Temporada 1: “Los terratenientes del siglo XX”.
Temporada 2: “Los herederos políticos del siglo XXI”.
Y ahora, Temporada 3: “La Corte Suprema presenta: No hay mérito”.
En cada temporada cambian los nombres, los partidos y los fiscales, pero el libreto es el mismo:
Los poderosos siempre terminan inocentes.
Los campesinos, desplazados.
Y el Estado, confundido, preguntándose a quién pertenece el país.
Mientras tanto, los medios publican titulares con resignación budista:
“Corte Suprema rechaza denuncia por falta de pruebas”.
Como si el problema fuera técnico y no estructural. Como si el archivo fuera una casualidad y no un síntoma.
La moraleja (si todavía existe tal cosa)
En cualquier democracia seria, una denuncia de la agencia oficial de tierras contra congresistas sería un terremoto político.
En Colombia, es apenas una nota de pie de página.
Y eso, quizás, es lo más triste: que ya nadie se sorprenda.
Que la corrupción se haya vuelto costumbre, y la impunidad, paisaje.
A fin de cuentas, este país parece empeñado en demostrar que la tierra prometida no es para los pobres, sino para los bien conectados.
Los mismos que hoy celebran su absolución en clubes campestres, brindando con whisky sobre suelo que alguna vez fue baldío.
Y mientras tanto, allá en las montañas del sur, un campesino levanta la mirada, ve pasar un dron del Ejército y dice con ironía:
“Ahí viene el Estado… pero solo a tomar fotos.”
¿Y con qué pagarán los congresistas su defensa?
¿Con tierras baldías o con cocaína?
Porque, al paso que vamos, en este país todo termina en el mismo terreno: el de la desvergüenza.


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