
El Punk
Reportero político-musical
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Hace unos días apareció un cartel en Ciudad Salitre. Inmenso. Gritón. Desnudo. Colgado a la entrada de un conjunto residencial como si marcara territorio, como si el barrio entero pudiera sellarse con un aviso.
En letras blancas sobre fondo rojo, decía:
“NO a la reubicación de la comunidad emberá en Ciudad Salitre y Montevideo.”
Eso fue todo.
No hacía falta más.
Con esa frase bastaba para entenderlo todo.
Quién puede entrar.
Quién debe quedarse afuera.
Quién es bienvenido.
Quién no tiene lugar.
Ese cartel no es solo una pancarta. Es una frontera. Una muralla simbólica alzada en pleno corazón de la capital. Un grito que no necesita insultos porque ya está cargado de desprecio. Es la palabra NO usada como arma, escrita en mayúsculas como si fuera un decreto, sostenida con cuerdas como si se tratara de proteger un fuerte en estado de sitio.
Y esa muralla, como tantas otras que se levantan con palabras, no defiende una idea: defiende un miedo. Un miedo vestido de civismo, un rechazo disfrazado de sentido común, una exclusión maquillada de preocupación ciudadana.
Detrás de ese cartel hay algo que nos duele como país:
un racismo urbano que ya no se oculta, que se expresa con seguridad, con orgullo incluso, como si negar a los otros fuera un acto legítimo de protección del barrio.
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1. La fabricación del “otro” como amenaza
Lo primero que salta a la vista es la manera en que la frase se impone con un NO rotundo, implacable. No es una solicitud ni una pregunta. Es una sentencia. Esa palabra, tan corta y tan brutal, cumple la función de separar mundos. Marca una frontera invisible entre lo que se considera “la ciudad” y lo que no debería formar parte de ella.
La comunidad emberá es nombrada como un todo homogéneo, sin rostro ni historia. Se les nombra sin individualidad, sin infancia, sin mujeres, sin abuelos. Solo “la comunidad emberá”, como si fueran un bloque, una amenaza, un riesgo que debe mantenerse lejos.
Y eso no es ingenuo. Ese lenguaje está cuidadosamente construido para no decir lo que en realidad se quiere decir. Porque el mensaje profundo no es técnico ni jurídico. Es emocional, casi visceral:
no queremos verlos, no queremos saberlos cerca, no queremos que su presencia interrumpa esta burbuja de cemento y privilegio que hemos confundido con una ciudad.
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2. El borramiento como forma de violencia
El cartel no habla de personas. Habla de una “reubicación”. Como si se tratara de mover un contenedor. Como si las familias emberá fueran un problema logístico, no un pueblo vivo que ha sido desplazado una y otra vez. Como si su sufrimiento fuera un dato administrativo, no una herida abierta.
Eso es lo más desgarrador:
cómo la exclusión se disfraza de trámite, cómo el despojo se vuelve una decisión de copropiedad, cómo la miseria de los otros se convierte en una molestia estética para quienes no quieren que “se les dañe el barrio”.
Y es en ese gesto —ese pequeño pero cruel gesto de negarles el nombre, la voz, el rostro— donde se cuela la deshumanización.
Cuando dejamos de verlos como personas, es fácil pedir que los saquen. Es fácil convertirlos en estorbo.
Y cuando los convertimos en estorbo, nos sentimos tranquilos al deshacernos de ellos.
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3. El espacio como trinchera
Cuando el cartel dice “en Ciudad Salitre y Montevideo”, no lo hace por ubicación. Lo hace como acto de apropiación.
Como si esos nombres no fueran barrios, sino trincheras. Como si el espacio se pudiera privatizar simbólicamente. Como si Bogotá estuviera hecha de zonas permitidas y zonas prohibidas, dependiendo de quién seas, cómo te ves o cuánto tienes.
Detrás de esa afirmación territorial hay una ciudad que aún no se ha liberado del pensamiento colonial.
Una ciudad que le sigue diciendo a los pueblos indígenas que pertenecen al margen.
Una ciudad que olvida —o decide olvidar— que los emberá han habitado este país desde mucho antes de que existieran estas torres de ladrillo y estas actitudes de cerco.
Es triste ver cómo una parte de Bogotá sigue creyendo que puede elegir a quién mirar y a quién borrar.
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4. El puño alzado, al revés
Uno de los elementos más inquietantes del cartel es el puño. Ese gesto histórico de dignidad y resistencia aparece aquí deformado.
No para luchar por derechos, sino para negarlos.
No para defender la vida, sino para custodiar el privilegio.
El puño levantado, símbolo de luchas populares, aparece usado para defender el status quo. Para que nada cambie. Para que nadie entre. Para mantener a raya a quienes históricamente han sido excluidos.
Ese gesto, en ese contexto, es una parodia del poder popular. Una versión torcida de la protesta, usada ya no por los oprimidos, sino por quienes temen perder el silencio cómodo de su segregación.
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5. El disfraz de la “protesta legítima”
El cartel parece, a primera vista, una expresión ciudadana.
Se apropia del lenguaje gráfico de las luchas sociales: fondo rojo, letras blancas, tipografía fuerte.
Pero el contenido traiciona esa forma: no hay una demanda justa, hay un rechazo disfrazado de preocupación colectiva.
Esto es lo más peligroso: cuando el racismo se pone traje de civismo.
Cuando se presenta como sentido común.
Cuando se pinta de participación y se vende como defensa del “bienestar común”.
Así es como la exclusión se vuelve aceptable.
Así es como se cuelan discursos profundamente violentos en asambleas de conjunto y grupos de WhatsApp.
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Este cartel no es una excepción. Es una muestra.
Un ejemplo visible, gráfico, de lo que ocurre todos los días en las ciudades colombianas cuando los sectores privilegiados sienten que la dignidad de los otros pone en riesgo sus comodidades.
Porque eso es lo que molesta: que alguien exija vivir dignamente.
Que un niño emberá juegue en el parque del conjunto.
Que una madre indígena lleve a sus hijos al mismo colegio que nuestros hijos.
Que una familia desplazada tenga derecho a levantar su casa cerca de la nuestra.
Nos incomoda, y por eso reaccionamos.
Colgamos carteles. Cerramos puertas.
Y, lo peor: nos convencemos de que estamos haciendo lo correcto.
Pero no hay nada correcto en negarle a otro el derecho a la ciudad.
No hay nada legítimo en impedir que alguien viva con dignidad.
No hay ningún acto de ciudadanía en pedir que saquen a quienes más necesitan un lugar en este mundo.
Esto no es un debate sobre urbanismo.
Es una disputa ética.
Una elección entre muros o puentes.
Entre repetir la historia del despojo o atreverse a escribir otra.
La ciudad no se defiende excluyendo.
La ciudad se construye incluyendo.
Y mientras no lo entendamos, no estaremos hablando de ciudad, sino de fortaleza.
Y las fortalezas, tarde o temprano, caen.
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