
Patricia Bonilla Thorschmidt
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El 10 de diciembre se conmemoró el Día Internacional de los Derechos Humanos, fecha en la que se adoptó la Declaración Universal de 1948. Más que una celebración, es una interpelación al presente: los derechos humanos no son un patrimonio asegurado, sino un campo de disputa permanente. Recordar este día implica preguntarnos cómo se ejerce hoy la dignidad, qué violencias se normalizan y qué silencios sostienen la injusticia. Nombrarlos es un acto político; defenderlos, una responsabilidad colectiva.
Hay que recordar que vivir con justicia es un acto de todos.
Que la libertad no se regala, se sostiene con empeño y obstinación.
Que cada derecho vulnerado nos desafía a mirar, a actuar, a no cerrar los ojos.
Persistir en la igualdad es mantenerse en el vértice del mundo,
donde la indiferencia y la opresión buscan que nos rindamos.
Cada voz levantada, cada gesto de solidaridad,
es un sí que pertenece a todos,
un sí que afirma la vida y la humanidad.
No hay consuelo en la injusticia; no hay tregua frente al abuso.
Defender los derechos humanos es resistir con claridad y coraje,
sostener la vida de los otros como propia,
hablar, actuar, y no callar ante el miedo o la indiferencia.
Que la dignidad no sea un sueño lejano,
sino un acto diario, un compromiso,
una luz que ilumine lo que somos, lo que podemos ser.
Que no haya niño sin educación
ni voz silenciada
ni vida negada.
Que cada humano pueda existir
sin miedo
sin opresión
sin silencio.
Que nuestros gestos, palabras y decisiones,
afirmen justicia, igualdad, libertad
y dignidad.
Que la humanidad no se rinda
que la conciencia no se duerma
que la vida de todos
sea un acto sostenido
de esperanza y rebeldía.


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