
Juan Carlos Silva
Magíster en Lingüística y Economista UPTC
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La vida no avanza en línea recta ni regresa al mismo punto, sino que gira, como rueda antigua que cruje y se ilumina con relámpagos. Lo volátil, lo aleatorio, lo proteico: formas que aparecen y desaparecen en una cadencia que no otorga respiro. Es un caleidoscopio que nunca se repite, una insistencia perpetua en el cambio, donde cada fragmento de luz se acomoda de otra manera y, sin embargo, mantiene la fidelidad a su condición de metamorfosis. O Fortuna resuena al fondo, y la música hace visible lo que Heráclito ya había insinuado: que todo fluye, que nadie entra dos veces en el mismo río, porque ni el río ni el hombre son los mismos.
Pero también Darwin parece estar en esa música: las criaturas que no se perfeccionan en abstracto, sino que se acomodan, sobreviven, se pliegan y despliegan como hojas movidas por el viento del azar. Y junto a Darwin, Bergson: el élan vital que empuja a las formas a bifurcarse, a inventarse sin cesar, a ensayar configuraciones inéditas. Borges sonríe desde la penumbra: ¿no es acaso la rueda de Carmina Burana la misma que en su imaginación se multiplica en laberintos, en senderos que se bifurcan, en repeticiones que nunca repiten lo mismo?
La música es coral, y la vida también: no somos solistas, sino parte de un estruendo colectivo. Lo que muta en mí resuena en lo que muta en ti. Las voces se elevan, anuncian catástrofes, celebran cosechas, claman por el goce y el amor, y en todas late lo mismo: la certeza de que no hay reposo, de que lo único permanente es la danza del cambio.
Y quizá ahí esté lo que llamamos destino: no un final escrito de antemano, sino esa rueda en perpetuo movimiento, ese coro que vuelve y no vuelve, ese tambor que repite y transforma. Somos criaturas arrojadas al torbellino, criaturas que aprenden y olvidan, que ensayan y fracasan, que se entregan a la corriente como Lola corriendo entre bifurcaciones o como el hombre atrapado en El día de la marmota.
Con Carmina Burana latiendo, la vida aparece como ceremonia: tragedia y júbilo entrelazados. El azar se vuelve música, y lo volátil adquiere peso en la vibración de un coro que nos arrastra. No se trata de perfeccionarnos, tal vez, ni de quedarnos quietos: se trata de aceptar la rueda, el clamor, el flujo. Ser parte de ese canto que no concluye, ser voz entre voces en la gran metamorfosis.
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