
Javier Serrano Ruiz
Licenciado en Filosofía y letras. Magister en lingüística
•
Solo había transcurrido un mes desde su partida, cuando empezó su intranquilidad. Cada semana le llevaba flores. Era una especie de ceremonia íntima, durante la cual, mientras acomodaba su ofrenda, se sumergía en el recuerdo de sus mejores noches de viernes, con cocina, vino, baile y amor.
Todo empezó el día en que descubrió con sorpresa entre los restos marchitos de su última visita una rosa solitaria viva y aún con gotas de agua entre sus pétalos. Con discreción paseó la vista por los alrededores, como cuando nos sentimos vigilados por quien nos acaba de robar. Vaciló un momento, se llevó en el bolsillo de la chaqueta el cadáver de la rosa intrusa y la dejó sobre la lápida de un menesteroso de añoranzas.
Ella murió como de afán después de lo que parecía ser una dolencia cualquiera, cuando su amor era todavía joven y apasionado, sin que hubieran empezado todavía a perderse el respeto. Su presencia se convirtió en la añoranza del tiempo ideal que les quedó faltando.
Tres meses después, sus amigos y conocidos parecían haberla olvidado y poco a poco él se quedó con su orfandad. Más tarde, el tiempo haría su trabajo. La rutina de los viernes empezó a sufrir variaciones, una urgencia en el trabajo, un día especialmente lluvioso o una invitación le habían hecho postergar la cita.
Al regresar para celebrarle el cumpleaños, se encontró entre los restos de sus flores las momias de tres rosas, además de una aún viva y reciente, como la primera vez. Era obvio que existía otro visitante asiduo, pero lo que le intrigaba era el significado de sus visitas. Años atrás, siendo apenas novios, él había llegado casi el asesinato de un confidente ocasional que, entre tragos y por chiste, intentó sembrarle dudas sobre su amor y su pasión exclusivos. Ahora, tarde, empezaba a pensar en lo impensable.
Todo parecía conducir a un amor oculto, una traición prolongada que se selló con un pacto florido tras la muerte. También podría tratarse de una amistad cuya pasión no fue más allá de las rosas, o de alguien que la amó en silencio y expresaba en las rosas lo que nunca había podido decir de otra manera.
Una noche de sábado, entre rones, comentó el asunto, como si se tratara solo de una anécdota curiosa, con una pareja de amigos comunes de quienes se habían alejado en ese periodo en que los demás estorban lo inefable del amor y a quienes había vuelto en medio de su duelo.
- ¿Una rosa? –se interesó ella- ¿De qué color?
- Roja.
Su amigo se levantó para ver cómo andaba en el horno la lasaña y renovar el hielo de los vasos. Desde la cocina expresó su conjetura.
- Alguien, dejó ahí la flor que le sobró de otra tumba –dijo displicente.
- ¿Pero más de una vez?… -confesó lo que aún no había dicho.
- ¿Ah, la cosa es repetida? –ella se interesó aún más.
- ¡Todas las semanas!
- Y roja… Es extraño –dijo ella, y se levantó con el pretexto de ir al baño.
Entre tanto, su amigo regresó de la cocina, anunció que faltaba poco para la comida, retiró de la mesa el florero de rosas amarillas y empezó a hablar de la posibilidad o no de llegar al próximo mundial de fútbol, tal como estaba jugando el combinado patrio, tema fundamental para el país por aquellos días:.
Un rato después, en su apartamento, no le pasaron inadvertidos el viaje de su amigo a la cocina, en ese preciso momento, y el cambio brusco de tema al regresar. Tampoco el interés de ella por la periodicidad y el color de las rosas intrusas. Podrían ser indicios importantes, pero se negó a considerarlo. No iba a perder ahora, tras la mujer de su vida, el amigo de infancia.
Dedicó el resto de la noche a gugliar el significado de las flores, lo que siempre había considerado cursi. De madrugada, se fue a la cama estragado y con algo claro: no eran nardos, ni hortensias, ni siquiera claveles. Eran rosas rojas de amor apasionado. Alguna vez le oyó decir a ella que los claveles del mismo color podrían significar lo mismo, pero que le parecían menos pasionales. Por desgracia no recordaba a quién se lo había dicho; podría ser una pista.
Contempló varias posibilidades. Un admirador oculto que ahora aparecía, aun sin salir a la luz. Un amor discreto, consentido por ella. También podría ser un mensaje para él: una mujer le había amado en secreto mientras ella vivía y ahora, tras su pérdida, se insinuaba como oasis en el desierto de su soledad.
Lo cierto era que algún intruso compartía el escenario en el que cada semana ponía en escena su aflicción. En últimas, había existido en la vida de su esposa un amor oculto que ahora compartía su duelo, algo como un colega en su pasión por ella.
Su intriga aumentaba, su equilibrio necesitaba la verdad. A la contraparte de un amorío pasajero no se le añora en esa forma ni se le lleva una flor cada semana, además corriendo el riesgo de ser descubierto. Luego había continuidad y pasión, igual que había sucedido con él, no era una aventura ocasional. ¿Era posible que ella hubiera consentido otro amor, que hubieran compartido planes? Y, si había ocurrido, ¿por cuánto tiempo?
Durante el tiempo de su intriga, la imagen de su amada había ido cambiando. Ahora se permitía las dudas que antes rechazó. Poco a poco había identificado señales que antes omitió y que ahora adquirirían nuevo sentido: Una mirada en una reunión. Una conversación en voz baja y que parecía excluirlo en medio de una fiesta. La danza repetida con el mejor bailarín entre sus amigos, ya que ella siempre lamentó que el baile no fuera una de sus fortalezas. La joya que trajo después de una salida que no compartieron, regalo de una amiga desconocida para él, y la fatiga que le impidió acompañarlo al cine esa noche.
Consideró seguir averiguando en el círculo de sus amigos comunes, pero concluyó que era más humillante la posibilidad de revelarse públicamente como un cornudo póstumo que el reconocimiento íntimo de su ingenuidad.
Concluyó que, aun sin prueba irrebatible, había existido alguien más entre ellos y que eso había sido una traición. Además de cornudo póstumo, no seguiría apareciendo ante los demás como un imbécil añorante. No más flores, sin importar su nombre y su color. El viernes dejó sobre su lápida un ramo de flores plásticas, las flores del olvido.
El siguiente sábado amaneció con un sol como de fin de semana alegre. Los primeros visitantes del cementerio, los que pasan a disculparse con el muerto por el gozo de salir de paseo, vieron sobre una lápida incógnita una rosa roja fresca y aún con goticas de agua entre sus pétalos alzarse entre los restos secos de otras flores muertas.
Deja una respuesta