
Puno Ardila Amaya
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Hace años, la transmisión radial de un festival me dejó perplejo; no por la maravillosa música, sino por la peculiar narración del locutor, que, en vez de permitir que la música hablara por sí misma, decidió narrar las acciones en el escenario, y convirtió la experiencia auditiva en una suerte de radioteatro sin imagen. Era como si quisiera que viéramos la música con los ojos de la imaginación, en lugar de percibirla con los oídos.
Esta fijación por llenar cada segundo con palabras, una suerte de “horror vacui” radiofónico, no es exclusiva de casos como este, es un mal endémico de nuestras transmisiones culturales, en que los silencios, esenciales en cualquier obra musical —especialmente en las pausas de una sinfonía o entre canciones de un concierto— son sistemáticamente interrumpidos. La radio, por una extraña convicción, parece temer el bache, ese espacio de sosiego y reflexión que permite que la música respire y el oyente la asimile. Este afán por la locución constante, que algunos justifican como una necesidad de acompañamiento, termina por ser una afrenta a la obra misma, que cercena su natural fluidez y su dinamismo.
La radio comunitaria, en sus inicios, se perfilaba como una luminosa promesa para fortalecer nuestra identidad cultural; sin embargo, en un giro paradójico, muchas de estas emisoras han devenido en altavoces de la narcorranchera, esa expresión cultural mexicana que, si bien tiene su lugar, inunda nuestro dial y desplaza nuestras propias sonoridades. Colombia, país colonizado por vocación —sea por España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra o México— parece buscar constantemente un referente externo que dicte sus tendencias. Como en su momento lo señaló Jaime Garzón, la sociedad colombiana se dividía culturalmente entre Europa, Estados Unidos y México; hoy, el panorama se ha simplificado, y la hegemonía de lo mexicano de bajo perfil es innegable.
La justificación para esta inundación musical es siempre la misma, «Es lo que la gente pide», una frase que esconde la verdadera dinámica del consumo musical: la repetición. Como músico, sé bien que la gente pide lo que tiene en el oído, lo que la emisora le ha taladrado sin cesar: Coqueta (una canción bellamente lograda) es lo que hoy se pide con euforia, ayer fue Despacito y mañana será otra melodía impuesta. Las emisoras, en lugar de ser formadoras de criterio, se convierten en meros amplificadores de una demanda prefabricada.
La reciente desaparición de la emisora HJCK es un síntoma alarmante de este abismo cultural al que parecemos condenados; un abismo forjado, en gran medida, por la ignorancia que campea en los círculos del poder (y el poder en manos de la ignorancia es la barbarie), un hecho que se manifiesta en la paupérrima visión cultural de muchos de nuestros mandatarios, en los ámbitos local, regional y nacional.
Es común ver cómo los entes culturales se entregan como premios de consolación a personas sin la menor sensibilidad o conocimiento en la materia. Individuos que no distinguen entre cultura y arte, o, peor aún, entre cultura y turismo y recreación. Así, las oficinas de cultura terminan siendo un revoltijo de funciones, que desdibujan su propósito esencial, y en los mejores espacios, que antes podían albergar discusiones argumentadas, hoy se han rendido a la estridencia de los “influenciadores”, cuyas únicas herramientas son el grito y la consigna vacía.
Recuerdo a una profesora, que fue mi alumna en algún posgrado, que confesaba que la música clásica le producía sueño. Le expliqué que, si bien parte de la música clásica relaja, otra puede ser profundamente estimulante. El problema es que hemos asociado la música con el ruido, con la agitación del cuerpo, con la fiesta; hemos negado la vasta riqueza de la música clásica y, paradójicamente, de nuestra propia música andina colombiana, porque no encajan en la estrecha categoría de “ruido para la fiesta”.
En nuestro país, las emisoras están lejos de ofrecer una producción verdaderamente cultural: si bien hay alternativas, lo cierto es que falta una orientación cultural clara. Las emisoras no deberían ser simples vitrinas de éxitos efímeros, sino plataformas de formación artística, espacios donde la música se celebre como un arte que enriquece el espíritu, no como un mero telón de fondo para el entretenimiento.
Es hora de reclamar nuestros silencios, de exigir criterios en nuestras transmisiones y de entender que la cultura no es un premio de consolación, sino un pilar esencial para la construcción de una sociedad más consciente y sensible. ¿Seremos capaces de revertir esta tendencia y devolverle a la música el lugar que se merece en nuestras ondas?
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