
Marian Acevedo
Estudió Derecho y Comunicación Social. Es facilitadora de procesos humanos conscientes
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¿Por qué el mundo está dejando atrás la era del egoísmo como sistema?
Como ocurrió con el feudalismo, las monarquías absolutas o el mercantilismo, los sistemas agotados no se reforman: colapsan. Lo que representa Trump no es el futuro de una política global: es el epílogo ruidoso de una época que agoniza.
Donald Trump no representa el amanecer de una nueva era dorada para Estados Unidos, como sugieren sus partidarios y temen sus detractores. Representa el estertor final de una lógica moribunda: la del dominio unilateral, la avaricia celebrada como virtud y la competencia salvaje como único mecanismo de organización social. Su arrogancia y estridencia —confundidas con fortaleza por mentes simples— no anuncian el ascenso de una potencia, sino el agotamiento terminal de un modelo que ya no tiene respuestas para los desafíos del siglo XXI.
Sus aranceles del 125% contra China no constituyen una estrategia económica coherente. Son el reflejo primitivo de una mentalidad incapaz de concebir otra forma de poder que no sea la imposición y el conflicto. El mundo de hoy ya no se mueve en una lógica donde uno gana y el otro pierde, pero Trump no logra entender hacia dónde va porque le faltan tres cosas esenciales: empatía para ver más allá de sí mismo, conciencia de cómo todo está conectado, y la visión para imaginar un bienestar que no dependa solo del crecimiento económico.
El deterioro de la conciencia colectiva alcanza niveles alarmantes en diversas sociedades. En Argentina, un personaje como Milei arrasa con derechos sociales bajo el disfraz de libertad de mercado, mientras el ajuste salvaje cae sobre los que menos tienen y se premia a los de siempre. En Rusia, Putin ha vaciado la democracia por dentro: persigue disidentes, manipula elecciones y gobierna con puño de hierro tras una fachada de legalidad. En India, Modi impone un nacionalismo religioso que margina a millones y socava pilares esenciales como la prensa libre y la justicia. El patrón es claro: regímenes que necesitan pueblos desinformados, instituciones débiles y pensamiento único. No gobiernan para servir: gobiernan para dominar. Porque su poder no se sostiene con ideas, sino con miedo, manipulación y una codicia sin límite.
Pero mientras estos modelos anacrónicos agonizan ruidosamente, emergen alternativas que señalan el camino hacia un paradigma más evolucionado. En Finlandia, un sistema educativo que prioriza el pensamiento crítico sobre la memorización ha producido una sociedad resiliente ante la desinformación y capaz de enfrentar crisis complejas con racionalidad colectiva. Su respuesta a desafíos como la pandemia o la amenaza rusa no requirió imposiciones autoritarias ni liderazgos mesiánicos: bastó con una ciudadanía educada que comprende intuitivamente el bien común. En Nueva Zelanda, bajo el liderazgo de Jacinda Ardern, se implementó un presupuesto nacional revolucionario basado no solo en métricas económicas tradicionales sino en indicadores de bienestar humano integral. Estonia ha digitalizado completamente su administración pública, creando transparencia absoluta y eliminando la corrupción sistémica que corroe democracias aparentemente más consolidadas como la estadounidense.
La diferencia fundamental entre ambos modelos es profundamente filosófica: mientras las autocracias emergentes conciben la existencia como una guerra de todos contra todos, las sociedades más avanzadas entienden que la competencia sin cooperación es, literalmente, suicidio colectivo. Que una economía que destruye sus propios fundamentos ecológicos no es ‘pragmática’ sino profundamente irracional. Que la acumulación sin distribución no genera prosperidad sostenible sino colapso sistémico inevitable.
El fenómeno Trump —junto a sus imitadores globales— no representa una tendencia ascendente como quieren hacernos creer, sino una convulsión terminal. Un sistema tan desconectado del presente que solo sobrevive manipulando a gran escala y apelando a los temores más primitivos de la sociedad. Una mafia contemporánea que no trafica sustancias ilegales sino algo más perverso: acumulación patológica de capital, influencia política y privilegios intergeneracionales.
Lo más alarmante es que hemos llegado al punto más alto de la superficialidad mental: TikTok ha reemplazado sistemáticamente el pensamiento profundo por estímulos de dopamina instantánea. Instagram ha transformado la identidad personal en mercancía visual para el consumo masivo. Meta construye metaversos escapistas mientras el mundo físico enfrenta crisis existenciales. Y una generación entera —que nació con facilidades materiales inimaginables para sus antecesores— no ha desarrollado las herramientas psicológicas necesarias para procesar la complejidad, tolerar la ambigüedad y gestionar la frustración inevitable de la existencia humana. Cuando un adolescente promedio dedica ocho horas diarias a consumir contenido algorítmicamente diseñado para secuestrar su atención y explotar sus vulnerabilidades cognitivas, ¿cómo podemos esperar que desarrolle la capacidad de análisis necesaria para sostener una democracia funcional?
Si el futuro pertenece inevitablemente a los jóvenes —como ha ocurrido en cada punto de inflexión histórica—, no resulta casual que los regímenes autoritarios y decadentes inviertan recursos masivos en mantenerlos distraídos, fragmentados y desprovistos de herramientas críticas. Pero no enfrentamos una generación débil, sino jóvenes moldeados por sistemas que ofrecen grandes comodidades, pero que a la vez, generan profundas insatisfacciones. Rodeados de estímulos, pero en un entorno difícil de habitar: violento, indiferente, sin vínculos reales y cada vez más autodestructivo. Por eso hoy, muchos de ellos ya empiezan a ver que sus líderes no están construyendo un futuro, sino que representan el colapso de un modelo que se agota. Y será desde ese despertar —desde el cansancio, desde el desencanto— que comienzan a surgir generaciones con más conciencia y con un deseo auténtico de desarrollar las capacidades necesarias para construir un mundo más justo, más humano y verdaderamente habitable.
Por eso, esta crisis terminal, también constituye una oportunidad sin precedentes. Las distorsiones del sistema se han vuelto tan grotescas que ya resulta imposible fingir no percibirlas. La desigualdad obscena, la catástrofe climática acelerada, el colapso generalizado de la salud mental colectiva y la erosión sistemática de instituciones democráticas ya no son teorías abstractas o predicciones apocalípticas: son la realidad cotidiana que experimentamos directamente.
Precisamente en estos umbrales críticos es donde las sociedades históricamente despiertan. Un mundo nuevo emerge gradualmente, no como utopía idealista sino como necesidad evolutiva. Una conciencia colectiva que entiende que no se puede crecer sin límites en un planeta con recursos finitos. Que intuye que un modelo económico que destruye los ecosistemas y acaba con el prójimo, no es prosperidad, sino una forma acelerada de autodestrucción.
Incluso los íconos tecnológicos como Elon Musk —brillantes en ingeniería, pero peligrosamente vacíos de sabiduría ética— comienzan a ser vistos con creciente escepticismo por poblaciones que ya intuyen que la tecnología sin conciencia no es avance, sino amenaza. ¿Qué sentido tiene colonizar Marte cuando no hemos resuelto aún la convivencia básica en la Tierra? ¿Qué utilidad real tiene desarrollar la inteligencia artificial más sofisticada mientras nuestra especie no ha resuelto sus dilemas éticos fundamentales sobre justicia, equidad y propósito existencial?
Estamos comenzando —lenta pero irreversiblemente— a dejar atrás paradigmas obsoletos que confundieron sistemáticamente poder con sabiduría, acumulación con progreso y control coercitivo con liderazgo auténtico. Gradualmente, pero con creciente claridad, comprendemos que el poder desvinculado de la conciencia ética no constituye fortaleza sino amenaza existencial. Que la acumulación obsesiva de riqueza material frente al sufrimiento evitable de millones no representa éxito sino decadencia moral. Y que la era del egoísmo como principio organizador de sociedades humanas está alcanzando—como todos los sistemas agotados antes que él—su conclusión histórica inevitable.
El futuro definitivamente no pertenece a figuras como Trump, Putin o Milei, por mucho ruido mediático que generen temporalmente. Pertenece fundamentalmente a quienes comprenden que la verdadera evolución humana no consiste en acumular compulsivamente, sino en colaborar inteligentemente. No en competir destructivamente, sino en diseñar sistemas donde la prosperidad sea estructuralmente inclusiva. No en generar riqueza financiera abstracta y desconectada, sino en regenerar la única riqueza auténtica y sostenible: ecosistemas saludables, comunidades resilientes, mentes equilibradas y sociedades justas.
La lucidez colectiva emergente —no la imposición autoritaria— empezará a definir inevitablemente el camino hacia el único futuro posible: uno finalmente digno de nuestra inteligencia y nuestro potencial como especie.
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