
Juan Carlos Silva
Magíster en Lingüística y Economista UPTC
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Infantino: palabra que parece inocente, casi juguetona, como si todavía llevara en su raíz el murmullo de la infancia. Término que pretende condensar lo esencial de un juego, que podría ser antonomasia de lo lúdico, de los sueños cumplidos y por cumplir, pero que, en la práctica, se ha vuelto la máscara grotesca de una humanidad infantilizada, una deformación estúpida y burocrática de aquello que alguna vez fue canto y movimiento. Infantino… el apellido que carga el peso del fútbol convertido en espectáculo global, mercancía, manipulación, puerca política. Un nombre propio que se disfraza de esencia universal.
Y, sin embargo —aun así— lo amamos. Amamos al fútbol. Amamos ese otro fútbol que no cabe en las vitrinas ni en las pantallas, el que huele a pasto húmedo y tierra removida, el que deja en la piel el sudor mezclado con polvo, el que hace vibrar la garganta con los gritos del juego, el que despierta el jolgorio y la algarabía de un gol improvisado en la última luz del día.
Recordamos los atardeceres jugando, cuando la sombra se alargaba sobre el potrero y cada pase parecía un pacto secreto con la eternidad. Recordamos la sólida noche cayendo sobre el campo de fútbol, como si cerrara el telón de una obra que nunca terminaba. El fútbol de los amigos, de las risas interrumpidas por la carrera súbita, de las discusiones mínimas que se olvidaban con el siguiente saque. El fútbol que era rito comunitario, infancia perpetua, celebración del cuerpo en movimiento.
Por eso molesta tanto el contraste. Porque bajo el nombre Infantino se ha oficializado el despojo: lo que era juego se transformó en negocio, lo que era infancia compartida se volvió espectáculo manipulado. Pero esa palabra, cargada de ironía y vacío, no alcanza a borrar la memoria sensorial de los que jugamos hasta que la noche se hizo piedra sobre nuestras cabezas.
Infantino es, entonces, el recordatorio de la pérdida y la parodia de la infancia, pero también el detonante que nos devuelve, casi con rabia, al amor por aquello que no pueden corromper: el olor a pasto, la respiración agitada, los gritos que estallan como hogueras en la penumbra, la memoria ardiente de un juego que, aunque deformado por el poder, aún late en nosotros como una verdad invencible.
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