
Puno Ardila Amaya
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La inquietud de los colombianos en estos días es por el fallo al final del proceso contra Álvaro Uribe; ¿qué pasará?
—A pesar de la oposición entre un sí y un no —comentó Mastersondí—, quizás el país enfrente situaciones muy parecidas con cualquiera de las posibilidades del fallo. Si es absolutorio, de parte del uribismo, que tendrá un nuevo impulso como fuerza política y atraerá a sectores descontentos con el actual gobierno, habrá celebración y reivindicación y se hablará de “complot” y “persecución política”. Uribe será reivindicado, víctima de un sistema judicial que, según su visión, ha sido instrumentalizado. Se mantendrá la retórica de crítica a la rama judicial; que el proceso fue un desgaste innecesario, y la absolución sería una corrección forzada ante una “injusticia inicial”.
En la otra orilla, habrá indignación, frustración y desconfianza en la capacidad de la justicia para impartir condenas a figuras de alto poder. Se fortalecería la percepción de impunidad para las élites y se cuestionaría la capacidad del sistema judicial para aplicar la ley de manera equitativa a todos los ciudadanos, independientemente de su posición política o social (justicia selectiva). Tal vez, protestas y manifestaciones en rechazo al fallo, y la absolución sería vista como una afrenta por una parte considerable de la sociedad: más polarización y más brecha entre defensores y críticos del expresidente. Se reforzarían las identidades políticas antagónicas.
Si el fallo es condenatorio, de un lado, habría denuncia de persecución y “golpe judicial”, como una persecución política abierta, narrativa que se amplificaría en los medios corporativos. Movilizaciones masivas en defensa del expresidente, discursos de resistencia y desobediencia civil, posibles escenarios de confrontación social y desorden público, dada la pasión y el número de sus seguidores. La figura de la juez en particular sería objeto de ataques feroces. Se intensificarían las críticas y la deslegitimación total de la rama judicial, acusándola de parcialidad y de estar “secuestrada” por intereses políticos o ideológicos contrarios al uribismo, que podría intentar una reorganización interna, buscando liderazgos alternativos o consolidando la figura de Uribe como un “mártir” político, lo que mantendría su influencia, pero en un contexto de mayor tensión.
Por el otro lado, sería visto como un triunfo histórico de la justicia y un paso crucial en la lucha contra la impunidad de las élites. Para muchos, significaría que “nadie está por encima de la ley”, y validaría las denuncias de quienes han argumentado la existencia de redes de poder y manipulación en torno al expresidente. Restauraría cierta confianza en la independencia y capacidad del sistema judicial para impartir justicia, incluso en casos de alta complejidad política, y podría abrir la puerta a la exigencia de más investigaciones y acciones judiciales contra otras figuras políticas o militares relacionadas con el expresidente.
—Pero, independientemente del sentido del fallo —intervino el ilustre profesor Gregorio Montebell—, el caso Uribe es un termómetro de la profunda polarización que vive Colombia. La reacción de la sociedad, tanto de quienes se sienten representados por la norma como de quienes la perciben como una imposición injusta, es un reflejo de la crisis de confianza en las instituciones y la dificultad para construir consensos básicos. La sentencia no solo decidirá la suerte de un expresidente, sino que también tendrá un impacto definitorio en la dinámica política, social y judicial del país, y pondrá a prueba la resiliencia de su democracia y la capacidad de sus instituciones para navegar en medio de la controversia.
—De acuerdo —respondió Mastersondí—; la condena, más que la absolución, llevaría la polarización a un nivel sin precedentes; la sociedad se dividiría aún más entre quienes apoyan el fallo como un acto de justicia y quienes lo denuncian como una conspiración. La reacción violenta o la desobediencia civil podrían poner a prueba la estabilidad democrática del país, y el Gobierno tendría que garantizar el cumplimiento de la ley sin exacerbar aún más las tensiones. Se sentaría un precedente histórico en Colombia: un antes y un después en la relación entre el poder político y la justicia, especialmente en casos de figuras de tan alto nivel.
—En nuestro país —continuó Montebell—, cualquier llamado a la norma o sanción es percibido como un acto de injusticia y genera una resistencia profunda; es un síntoma de la desinstitucionalización y la desconfianza que permea diversos sectores de la sociedad colombiana, y se exacerba en el ámbito político. Aquí se da por hecho que las decisiones no valen si la gente vocifera y patalea. Como el silbato del árbitro, que precede al alegato, porque todo aquí es debatible y rebatible; hasta para el infractor y el delincuente pillados in fraganti, que se niegan a aceptar lo indefensable: «Pero yo estaba era trabajando; pero si fue un accidente; pero juequequejueque…». Y se cree que gana el que tenga más barra, la que haga más bulla, la que encarame más, que asalte, que desbarate, y se insultan y se dan en la jeta…
pero el marcador sigue igual. Ni con la ayuda del VAR los jugadores ni los hinchas terminan por aceptar las decisiones ni la norma, y se intenta cambiar la realidad a punta de pataleo. Yo sí considero a la juez Sandra Heredia, porque si en el fútbol no hay acuerdo, que cuenta con el VAR, a ella le queda más jodido. Amanecerá y veremos, dijo el ciego. Esperemos que por fin haya mesura y acatamiento a la justicia.
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