
Marian Acevedo
Estudió Derecho y Comunicación Social. Es facilitadora de procesos humanos conscientes
•
El lenguaje solía ser un lugar de encuentro. Hoy se usa solo para marcar posición, exigir validación o reafirmar el ego
Algo esencial ha cambiado en nuestra forma de comunicarnos, y lo hemos normalizado tanto que apenas lo notamos. No se trata solo de estilos personales, sino de un giro profundo en los valores que regulan la vida en común. Durante siglos, saber callar, medir las palabras y respetar al otro fue considerado señal de madurez. Hoy, en cambio, se exalta la impulsividad, el juicio inmediato, el tono más alto. Lo inquietante no es que esto ocurra, sino que ha dejado de escandalizar. Se ha vuelto hábito. Norma. Y lo peor: virtud.
En las reuniones familiares, antes tranquilas y sin pretensiones, hoy no falta quien se impone con el tono, quien interrumpe con sarcasmo o lanza opiniones como dardos. En los almuerzos con amigos, no hay interés en escuchar al otro; la palabra se arrebata, no para dialogar, sino para contraatacar o hablar de lo propio.
En la oficina, los desacuerdos se viven como ofensas. En redes sociales, cualquier amabilidad se percibe como debilidad, cualquier pregunta como inseguridad. Basta abrir los comentarios para ver cómo el lenguaje se ha convertido en un arma de batalla.
También lo vemos en los medios. Los programas con más rating son justamente los que exaltan la confrontación. En las mesas de debate, todos se insultan. Las entrevistas se convierten en emboscadas. La cortesía ha sido reemplazada por el espectáculo del conflicto. Incluso en los servicios al cliente, es común que quien atiende lo haga con desdén, y quien reclama lo haga desde el insulto o la superioridad. Poco importa el contexto: la reacción desmesurada se ha convertido en la norma. Y eso, ahora, se considera “tener carácter”.
Pero esto no es una cuestión de modales. Es un desplazamiento civilizatorio. La economía de la atención premia sistemáticamente el conflicto sobre el consenso, y eso ha reconfigurado también lo político. Nos encantan los líderes que hablan en el mismo tono: áspero, vulgar, reactivo. Entre más escandaloso, más atractivo. “Ese sí es el que necesitamos”, decimos. El que grita, insulta, humilla. Porque nos seduce el que no se deja, el que no se guarda nada, el que “pone en su sitio” a los demás. Lo que toleramos en casa, lo legitimamos en el poder.
Frases como “yo soy así, al que no le guste de malas”, “yo no me dejo de nadie”, o “yo digo las cosas de frente” se repiten como mantras de autenticidad. Pero no lo son. Son espadas. Estrategias rudimentarias para esconder la profunda incapacidad de escuchar, contenerse y comprender. Excusas para herir sin asumir consecuencias. Formas de glorificar la torpeza emocional bajo el disfraz de la franqueza.
Y sin embargo, hay que ser justos. Hablar con firmeza, poner límites, decir lo que se piensa sin rodeos, no es lo cuestionable. Hay momentos en que levantar la voz es necesario. Lo que está enfermando el debate no es la libertad de pensamiento, sino la agresividad con que se impone. La compulsión por ser oído y tener la razón a toda costa. La incapacidad de calibrar el tono. Esa idea de que una conversación solo tiene sentido si se “gana”. Eso no es asertividad, aunque a veces se disfrace como tal. Es violencia. La verdadera asertividad construye; la otra, corroe.
Lo más grave es que esta violencia no solo se tolera: se admira. En el entorno digital, ser grosero da visibilidad. El insulto genera más reacciones que el argumento. Lo viral es lo incendiario. Los algoritmos no están diseñados para unirnos, sino para enfrentarnos. Las plataformas no premian la razón, sino el ruido. Y nosotros, usuarios y ciudadanos, terminamos atrapados en ese ciclo: chisme, sarcasmo, vulgaridad.
Y todo esto responde, en el fondo, a una sola enfermedad: la supremacía del yo. Hemos construido una cultura donde lo único que importa es afirmarme. Todo gira en torno a mi opinión, mi estilo, mi tono, mi derecho a decir lo que sea, como sea. El otro no cuenta. Solo existe como obstáculo o amenaza. Queremos seguidores, no amigos. Aplaudidores, no interlocutores. Hemos confundido el protagonismo con la autenticidad, la grosería con la valentía, la prepotencia con la verdad. ¿Quién conmigo, quién contra mí?
El lenguaje no solo sirve para decir cosas. Moldea cómo percibimos la realidad. Nos convertimos en lo que decimos. Y si al hablar solo buscamos reafirmarnos, ¿para qué los otros? ¿Para qué sirve una conversación si no es para ampliar el horizonte? ¿Qué nos aporta repetirnos a nosotros mismos con distintas palabras, una y otra vez? ¿Por qué esa necesidad de tener razón, de imponerse, de destacar? Cada vez preguntamos menos para comprender y más para preparar el contraataque. Y así se va apagando la posibilidad más hermosa del lenguaje: ver al otro. Verlo de verdad. No como amenaza, no como obstáculo, no como alguien que hay que corregir, sino como un espejo, un igual, un maestro ocasional. Si no somos capaces de conversar con apertura, ¿entonces para qué?
Quizás lo más urgente ahora no sea encontrar respuestas, sino hacernos las preguntas incómodas: ¿Qué nos está pasando? ¿Por qué creemos que decir todo lo que se piensa, en el momento en que se piensa, con la mayor altivez posible, es señal de carácter? ¿Cuándo decidimos que atropellar al otro era una posibilidad válida?
No se trata de volver al pasado ni de idealizar una época en la que las formas encubrían abusos. Se trata de recuperar algo más profundo: la capacidad de disentir sin pisotear. Todavía nos gusta cortarle la cabeza al otro y exhibirla como trofeo.
Hace apenas unas generaciones, en una sobremesa familiar, una tertulia o un debate académico, se valoraban la elocuencia, el turno para hablar y el arte de escuchar con atención. No todo era mejor, por supuesto; también había exclusión, jerarquías, silencios impuestos. Pero existía algo que no debimos perder: el cuidado por la forma. Se podía disentir con fuerza, sí, pero desde la inteligencia, no desde la altanería. Incluso el sarcasmo exigía agudeza. La retórica era un músculo que se entrenaba. Hoy que por fin todos tenemos voz, lo que falta es altura en la conversación. Si ya no hay barreras para participar, entonces el desafío no es solo hacernos oír, sino aprovechar esa libertad para aprender algo nuevo, ver más allá de nuestra perspectiva y reconocer que el mundo siempre es más grande que nuestras propias certezas.
Hoy, paradójicamente, tenemos más herramientas de comunicación que nunca en la historia. Podemos hablar con cualquier persona en cualquier lugar del planeta. Tenemos acceso a toda la información humana. Y, sin embargo, cada vez estamos más aislados en nuestras cúpulas, aplaudiéndonos a nosotros mismos. Un mundo lleno de semidioses.
Hoy por hoy, el acto más revolucionario ya no es hablar más fuerte, sino escuchar con atención. No es imponerse, sino invitar. No es ganar, sino construir. Porque la única victoria que vale la pena es el placer de una buena charla: escuchar y ser escuchado, participar con disposición genuina, llegar a algunos acuerdos y, con suerte, cambiar el propio punto de vista por uno más amplio.
Necesitamos más amigos y menos contendores. Más diálogo y menos estruendo. Más conciencia y menos espectáculo.
Elevemos la calidad del debate. Que sea con ideas, con preguntas, con sonrisas. Con pausa. Con verdadera atención. Que resurjan la amabilidad, el respeto, las buenas maneras. No como una cortesía vacía, sino como la única forma digna de convivir. Yo también quiero volver a esas salas donde se sabía callar, se sabía escuchar con interés, y donde la cordialidad no era la excepción, sino la regla.
Deja una respuesta