
Ronald Daniel Ayala Romero
Muralista sangileño intentando ser cronista criollo
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Las calles ya estaban quedando desoladas, los pocos establecimientos abiertos empezaban a cerrar sus puertas. Algunos habitantes de calle esculcaban las bolsas de basura. Uno de ellos se acercó a la mesa, pidió un poco de cerveza en un vaso plástico, nos mostró un par de zapatos negros que había encontrado entre los residuos, sonrió y se fue con dos bolsas acomodadas en su espalda.
En la mesa de la tienda estamos tres hombres intentando conversar. Uno, en estado de embriaguez avanzado, habla acerca de sus amores y de toda esa dualidad propia de lo que parece llamarse amor; otro, de más experiencia, escucha atentamente, con una sonrisa amable, lo que él probablemente ya ha vivido; yo espero que al medio vaso de cerveza que me habían servido se le desaparezca el frío.
El encargado de la tienda, se acercó y nos dijo que ya se iba a cerrar. Minutos después, desalojamos la mesa. Llegó otra persona que no entró, permaneció en la acera con el rostro un tanto desencajado y con gesto leve de preocupación. Me habló sobre algo que le había sucedido a su celular, qué estaba estresado; le recomendé mantener la calma y por un movimiento de sus labios entendí que hacerlo le costaba mucho trabajo, le era muy difícil.
Los cuatro hablamos un momento más en la acera. Vimos cerrar la tienda, nos despedimos del señor y la señora y seguimos conversando. Casi en el final de la charla, giré el cuerpo y vi que se acercaba una mujer que reconocí de inmediato: la chica que trabaja en la pizzeria. Siempre me ha parecido que ella es toda una berraca. Nos saludamos. Ella bajó el ritmo de sus pasos, como diciendo sin decirlo: ¿Va pa’ allá?
Ella sabe que mi residencia está ubicada por el trayecto que usualmente transita. Entonces, me despedí de todos y le dije a quien me iba a acercar en su moto: Hey, manito, me voy acompañando a la chica.
La alcancé, ella adivinó de dónde venía yo y empezamos a charlar sobre libros. Me contó que, recientemente, había leído un libro cuyo título termina en la palabra Alaska y que el título no tiene mucho que ver con el contenido, pues el texto hacía alusión a una serie de recomendaciones psicológicas. Yo le conté sobre el libro que he estado leyendo, La Ley del Monte. Un libro de crónicas que narra diversos acontecimientos relacionados con la violencia que sigue enquistada, lamentablemente, en el territorio nacional.
Ahí, justo ahí, la charla se tornó política. Hablamos de la ignorancia, de la enorme cantidad de candidatos presidenciales que hay, del desconocimiento de la historia, y cuando hicimos una pausa en una esquina, ya casi para despedirnos, la chica me habló de la violencia que había en la ciudad de Barrancabermeja entre los años ochenta y noventa.
- Cuando tenía cinco años vivía en Barrancabermeja. Mi mamá trabajaba en una casa como muchacha de servicio. Recuerdo que me envió por la leche y, al ir caminando por una de las calles, me encontré con un brazo. Me asusté, pero seguí caminando. Unos pocos metros adelante, estaba el torso. Al ver eso, dejé la leche tirada en el piso y salí corriendo, gritando que había un muerto. Eso, es algo que no logro borrar de mi memoria.
Con ese pequeño fragmento la noche tuvo el mayor de los sentidos. Imaginé toda la pequeña narración. Se me hizo un hueco en el estómago. Me despedí y caminé despacio las calles que me faltaban para llegar a casa. Por el camino, varias veces me tomé el mentón con una de mis manos y me sentí nulo en el mundo, casi sin aire, hasta llegar a la puerta de la casa vieja en donde vivo.
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