
Danilo Rueda Rodríguez
Comunicador Social, promotor DDHH
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Hoy, la gran responsabilidad de la Fiscalía General de la Nación, consiste en esclarecer los móviles y las responsabilidades del atentado del que fue víctima el senador y precandidato a la presidencia Miguel Uribe Turbay. También deberá lograr que se sancionen penalmente a quienes participaron en la comisión de ese delito.
La Fiscalía deberá actual con eficacia, eficiencia y respetando el debido proceso. Sin aceptar presión alguna de las dirigencias políticas ni de los decires que pululan en las redes sociales. Sin aceptar como ciertas las supuestas verdades que hoy circulan en las redes y en los noticieros
Hoy su deber, en un escenario y contexto convulsos, que reflejan las tensiones y contradicciones del sistema económico e ideo político, es detectar a los planificadores y beneficiarios de ese atentado. Se debe investigar e identificar plenamente a las personas que dieron la orden y pagaron por su ejecución.
Hasta ahora, la verdad judicial está siendo opacada por las verdades que expresan posiciones ideologizadas, asegurando, talvez sin quererlo, la total impunidad. La impunidad legal, la política y la social.
Esas supuestas verdades promueven y amplían unas emociones politizadas y le pueden dar verosimilitud a cualquier mentira. Generar confusión y caos beneficia a la estructura de poder de los responsables. Las afirmaciones sin sustento técnico, muy especulativas y basadas en lo reptiliano de nuestras mentes, son el síntoma de una sociedad sorda ante la argumentación y el sano equilibrio entre el sentimiento y la razón. Es el ejercicio del poder oculto.
Esas verdades sin más sustento que una sospecha construida a partir de las convicciones ideológicas o la conveniencia partidista, agencian prejuicios, discriminaciones y chivos expiatorios. Esas supuestas verdades son producto de la incredulidad y el escepticismo ante la investigación penal, justificados por la larga historia de corrupción, dependencia y falta de autonomía de la rama judicial del poder público.
El sistema judicial colombiano ha quedado en cuestión, debido, en primer lugar, a las altas tasas de impunidad y mora en su servicio; en segundo término, porque muchos de sus operadores -en distintos niveles- han sido develados como parte de cadenas de corrupción, otros porque se han congraciado con sectores de poder asegurando la impunidad de los de los poderosos y persiguiendo a los de ruana, como se dice popularmente.
Desde el atentado y posterior muerte de Rafael Uribe Uribe, en 1914, más allá de la condena de los dos ejecutores, las dudas sobre los resultados de la investigación han sido persistentes. Nunca se logró descartar con fundamentación las hipótesis de responsabilidad de sectores de poder en la época.
Lo mismo ha ocurrido en los asesinatos de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, Rodrigo Lara Bonilla en 1984, Guillermo Cano Isaza en 1986, Jaime Pardo Leal en 1987, Luis Carlos Galán en 1989, Bernardo Jaramillo Ossa en 1990, Carlos Pizarro en 1990 y Álvaro Gómez en 1995.
Las investigaciones, cuando mucho han avanzado, muestran, persiguen y hasta condenan ejecutores. Instigadores y beneficiarios de esos crímenes siguen en la impunidad. Se sabe, sin embargo, que en todos estos casos han estado involucrados sectores de las fuerzas militares y/o policiales y estructuras criminales, hoy con redes internacionales.
También ha ocurrido que, para desviar la investigación, se han creado montajes sobre personas inocentes, que, primero, son sentenciadas y, años después, recobran la libertad, y en muy contadas excepciones han recibido las disculpas del Estado que los condenó injustamente.
Otras veces, desvían las investigaciones señalando a grupos sociales completos de haber sido autores de alguno de esos delitos. Así está pasando en el caso del atentado a Uribe Turbay: se ha señalado a quienes participaron del estallido social de 2021 como responsables de estar detrás de ese intento de asesinato.
Mientras aparecen falsos testigos, las pruebas técnicas desaparecen. Pasan los años, y asesinan a quienes algo conocieron de primera mano; matan a los peones que estuvieron en el plan y los planificadores, los que nunca toman un arma ni se arriesgan a cometer el crimen, esos, siguen viviendo en la opacidad.
Son tan hábiles, que logran penetrar en los medios y, hoy, en las redes. Desde allí, desinforman, acusan y juzgan sin contemplación alguna. La verdad real, mientras tanto, empieza a desfigurarse o a perderse.
Por eso, hay tantas dudas sobre la administración de justicia en Colombia. Sus deudas históricas pesan, y pesan con gravedad, en esta maltrecha democracia.
Las deudas que tiene nuestro sistema de justicia, también pesan en la convivencia cotidiana: somos el tercer país con mayor desigualdad en el mundo; somos una sociedad inmersa en una cultura de odios y de venganzas y de amores insanos por el poder. Una sociedad enferma que propicia esas condiciones de injusticia, que, a su vez, crean una cadena de producción de muerte violenta.
Somos una sociedad en la cual amplios sectores de nuestra niñez y juventud se convierten en mano de obra para que poderosos los usen para eliminar a otros, sin saber por qué. Tenemos una rama judicial, cuyos índices de impunidad parecen promover que se administre justicia por mano propia y con violencia; una rama judicial que alimenta la vocación del armamentismo y que sanciona desconociendo los contextos en los que se producen los sicarios.
Entre tanto nos quedamos con las preguntas que la Fiscalía deberá resolver: ¿Por qué ordenaron este atentado y eventual propósito de asesinar a Miguel Uribe?, ¿Para qué?, ¿Quiénes participaron desde la pirámide a la base de poder criminal? ¿Quiénes se benefician?
Esas mismas preguntas deben ser formuladas y resueltas en los casos del millar de lideres sociales asesinados desde 2016; en los de los más de 500 firmantes de paz ejecutados, en relación con los 120 mil desaparecidos desde 1980, los más de 300 asesinados de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, los 180 asesinados de la Comunidad de Cacarica, los 300 asesinados en Jiguamiandó y Curvaradó, los 110 de Ariari y podemos seguir con millones de caracteres, sumando nombres y o territorios a esa pregunta.
Ante ese panorama tan desolador ¿Qué justicia necesitamos para que sea posible una democracia verdadera?
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